Estaba viendo la televisión sentado en
su caro sofá de cuero marrón; era un regalo de su madre. Esta lo había
conseguido en una subasta y lo había comprado con el dinero que él mismo le
había dado, por lo que lo consideraba un regalo bastante absurdo. De hecho, ni
lo consideraba un regalo. En fin, era un sofá muy caro que había pertenecido a alguna
celebridad ya fallecida. Aun así era muy incomodo, demasiado para la cantidad
ingente de dinero que había costado. Demasiado rígido, presentaba una forma
poco ergonómica; tenía el respaldo totalmente vertical, de manera que al poco
tiempo de estar sentado provocaba dolores en la espalda. Tampoco podías
estirarte, ya que los posabrazos tenían una forma extremadamente rara y
quedaban demasiado adentrados, acortando las dimensiones de los asientos. Iba a
tirarlo a la basura cuando tuviese ocasión, lo tenía claro.
Cambiaba canal tras canal, descubriendo que no daban nada interesante,
solo concursos absurdos, claramente amañados; anuncios de productos que
parecían de broma: un rotulador que eliminaba las ralladuras de la carrocería
del coche, un aparato para ponerse en forma sin levantarse del sofá; incluso un
alargador de pene. No podía creer que hubiese gente que comprase esas cosas. Y
compradores tenía que haber, ya que de alguna forma los distribuidores tenían
que obtener beneficios para promocionar dichos productos por televisión, aunque
fuera a esas horas de la noche.
Obviamente, a las dos de la mañana,
también daban porno. Esas mini películas que proyectan en un pequeño cuadro en
la esquina superior izquierda de la pantalla, mientras que en el resto te
ofrecen la posibilidad de descargar a tu móvil el video que están emitiendo.
También hay un pequeño chat, donde la gente puede enviar un mensaje con el
móvil. Los únicos mensajes que había eran de particulares ofreciendo sexo a
domicilio. ¿Cómo podía ser que una televisión de más de dos mil euros no
pudiera ofrecerle nada mínimamente decente?
Era una televisión de sesenta y cinco
pulgadas. Eso quería decir que le había salido a más de treinta euros la
pulgada. Una buena inversión, pensó él por aquel entonces. Pero ahora solo le servía
para ver basura. Basura de sesenta y cinco pulgadas. Eso sí, la pantalla
quedaba preciosa en medio de aquel inmenso salón lleno de cosas caras y sofás
incómodos. Y es que era tan amplio el salón que, por muchas cosas que pusiese,
siempre parecía vacío. Su madre se cansaba de gastarse el dinero que este le
daba en más y más regalos absurdos y caros que, por mucho que abultaban, no
acababan de llenar el salón. Estaba casi vacío, en más de un sentido.
Fue bien entrada las tres de la mañana
cuando por fin algo en la televisión llamó su atención: estaban dando un
anuncio suyo. Lo había rodado hacía unos pocos meses; en este promocionaba una
maquinilla de afeitar que vibraba y tenía unas hojillas más finas de lo normal.
Se ve que afeitaba mejor; él no lo sabía, ni la había probado, ya que desde
adolescente se afeitaba con navaja. Era una de las costumbres que había
adquirido de su padre. De hecho, aun conservaba la navaja de este; se la dejó
en herencia cuando aún no llegaba a la mayoría de edad. Hacía ya más de veinte
años. Aún así, de todas sus posesiones, para él, ese era la más cara. No la
había pagado con dinero, la había pagado con la vida de su padre.
Pero entonces, tras acabar el anuncio,
empezó a sentirse incómodo. No podía explicarse el porqué; simplemente se
sentía culpable por haber rodado ese anuncio. Recibió mucho dinero por simular
que se afeitaba, ya que la cuchilla que utilizó ese día era de attrezzo; había
ido al rodaje afeitado de casa. Simplemente le embadurnaron la cara con espuma
de afeitar y le hicieron posar delante de las cámaras. Y ya está. Por esto
había recibido la módica cifra de casi veinte mil euros (el diez por ciento se
lo llevo su representante, como siempre). No era justo, pensó. Había sido
remunerado por promocionar una cosa que ni siquiera sabía si funcionaba. No se
merecía tanto dinero por hacer una payasada de ese calibre. Pero su fama le
precedía; su cara bonita. Y mientras tanto estaba solo en el salón vacío lleno
de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos.
Se levantó, por fin. Se dirigió a la
cocina, esa hermosa cocina nueva, de última generación y sin apenas uso. No le
gustaba cocinar, se le daba fatal, prefería encargar comida china, italiana, le
era indiferente; cualquier cosa antes que cocinarse él. Por lo que abrió la
nevera y extrajo de ella unas sobras de fideos de arroz, pollo y salsa thai del
día anterior; le había entrado hambre. Y sed, tenía sed. Se dirigió al mini bar
y saco una pequeña botella de Jack Daniels, de esas individuales que regalan como
promoción. A él le habían enviado una caja como regalo por mencionar esa marca
en una entrevista televisiva. Eso si le gustaba, el Jack Daniels, además lo
relajaba, lo serenaba. Así que con los fideos y la bebida bien dispuestos en
una bandeja, volvió al sofá, a plantarse delante de la televisión.
Mientras comía no pensaba, no podía. Y
en momentos como ese, agradecía al cielo ese don. Pero los fideos rancios se
acabaron; el alcohol también. Había saciado su hambre pero no su sed y lo único
que tenia de beber eran ese montón de botellitas de alcohol y agua del grifo y nunca
le había gustado el agua del grifo. Pensó que un trago más no le haría daño,
tenía mucha sed y la cabeza no paraba de darle vueltas, le iría bien. No
entendía porque ese anuncio le había afectado tanto; o quizás había sido el
recordar a su padre. Cogió dos botellitas y se volvió a sentar en el sofá. Cada
vez se sentía más incomodo.
¿Cuántos anuncios habría rodado a lo
largo de su carrera profesional? Pensó. Más de veinte seguro. Y a medida que
más rodaba más aumentaba su caché; marcas más prestigiosas se interesaban por
sus servicios, por su cara, por su cuerpo, por su fama. Y en la mayoría de
ocasiones no tenía ni idea del producto que anunciaba, simplemente se plantaba
en el set de rodaje y prostituía su imagen, cogía el cheque (el cual compartía
en un diez por ciento con su representante, no lo olvidemos) y volvía a casa. Y
fue cuando le vino a la cabeza un anuncio en concreto: el de una crema
cosmética que, supuestamente, rejuvenecía la piel. Lo eligieron a él para el
anuncio porque, dada su juventud y belleza, no poseía aún arrugas de expresión.
Pero era eso lo que lo había mantenido joven: su juventud y el poco trabajo
manual que había tenido a lo largo de su vida; no una crema que pretendía hacer
creer a la gente que por utilizarla acabarías con la piel tan tersa y firme
como él. Con toda probabilidad, esa crema no servía para nada. En cualquier
caso, recogió el cheque.
Eran ya las cuatro y media de la mañana y él
estaba dándole vueltas a un anuncio de un cosmético que había rodado unos años
atrás. Ya llevaba tres pequeñas botellas de Jack Daniels en su interior. Llego
al punto en el que empezó a pensar en las consecuencias que pudo haber tenido
el hecho de fomentar que la gente consumiera ese producto. Era un cosmético, por
lo que, con toda seguridad, habían utilizado animales para experimentar los
efectos de ese producto y sus prototipos en su piel, en sus ojos, en su
organismo. ¿Cuántos habrán sufrido graves irritaciones en o se habrán quedado
ciegos gracias a esos experimentos? ¿Cuántos habrán muerto? No pudo evitarlo,
se sentía culpable; sentía que había formado parte de ese acto perverso, cruel.
Y es que, de hecho, había formado parte. Se levantó y cogió un par de
botellitas más, las últimas, pensó.
Pasadas ya las cinco de la mañana se
sentía peor que hacía un rato; no podía dormir pero si beber, se sentía sucio. Tenía
ya cuatro botellitas de Jack dentro y una en la mano, en sus manos sucias. Pero
la madrugada aún era muy basta, le quedaba un largo trecho hasta el amanecer. ¿Con que más podía torturarse? Pensó; e
inmediatamente le vino a la cabeza uno de los primeros anuncios que rodó: el de
un deportivo. Dado que por aquella época estaba empezando apenas a ser famoso,
no llegó a cobrar diez mil euros por el trabajo. Era un novato, tendría veinte
pocos, pero tenía una cara muy atractiva; también tenía un buen cuerpo. La
cuestión es que en el anuncio se destacaba la alta velocidad a la que podía
viajar el vehículo, el cual podía superar los doscientos kilómetros hora. Y
como no podía ser de otra forma, con cinco Jack Daniels dentro y a esas horas
de la madrugada, empezó a darle vueltas y más vueltas a este asunto. Llegó a la
conclusión de que había fomentado que adolescentes como él se comprasen ese
coche, lo pusieran a doscientos y, probablemente, muchos se matasen en el
trayecto. O matasen a alguien. Se sentía un asesino. Ahora se sentía más sucio
que antes y tenía las manos vacías, sucias y vacías. Por lo que fue a ocuparlas
con sus mejores amigas esa noche, dos pequeñas botellas de Jack Daniels. Así
por lo menos estas taparían la mugre.
Al volver de la cocina noto que estaba
mareado; por un momento perdió el equilibro, no veía con claridad y su mente no
paraba de divagar por sus recuerdos más vergonzosos. Parece ser que las
consecuencias de haber pasado la noche junto a sus amiguitas de cuarenta y tres
grados le estaba pasando factura. Sentía vergüenza de lo que había hecho
durante tantos años. Se sentía infeliz. Ese inmenso piso en el que vivía, en la
zona más cara y exclusiva de la ciudad; ese descomunal salón vacío abarrotado
de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos. Nada de eso lo
alegraba, al revés. Así que decidió salir a tomar un poco de aire al balcón. No
salía nunca; no le gustaba pasar frío, y esa noche era fría; pero lo necesitaba.
Se plantó delante de la barandilla apoyando los codos e inclinándose hacia
adelante. Más que mirar la calle la imaginaba, ya que la niebla fruto de la
contaminación la tapaba por completo. Tampoco veía ya demasiado bien, gracias a
estado de embriaguez en el que se encontraba. Así que se limitó a observar las
tímidas luces que emitían los coches al circular por ahí. Era una imagen
demasiado triste. La adecuada para él en ese momento, pensó.
Sintió la necesidad de fumarse un
cigarro, pero no tenía. Hacía ya dos años que había dejado de fumar. Desde que
consiguió superar la última depresión que sufrió, la cual casi lo lleva a la
muerte. Desde entonces sus pulmones la única porquería que aspiraban era el
aire de esas calles. Pero necesitaba un cigarro y no tenía. Así que sus
nerviosos labios acabaron siendo calmados por la boca de la botella que tenía
en las manos, extrayendo de esta el último sorbo que podía proporcionarle.
Luego tiró el cadáver de cristal a la calle, donde no pudo ver pero si oír como
se hacía añicos contra el suelo. Y eso, sin saber porqué, le hizo esbozar una
sonrisa. Pasadas las siete de la mañana había esbozado la primera sonrisa en
muchos días.
No podía permitirse volver a caer en
una depresión como la que tuvo años atrás, pensó. Lo había pasado demasiado mal
como para poder soportarlo por segunda vez. Así que, sin la sonrisa que hacia
un momento se había dibujado su cara y con un equilibrio que apenas lo mantenía
en pié, decidió subirse y sentarse en la barandilla. Era la emoción fuerte que
necesitaba. No había vértigo al que el alcohol no pudiera sobreponerse. Así
que, allí sentado, cerró los ojos. Empezó a hacer memoria de todos los
recuerdos que conservaba de cuando era un niño, cuando jugaba al escondite con
sus amigos en el parque, cuando sacaba una buena nota en educación física, o
matemáticas. Su padre siempre le decía que de mayor sería matemático, uno muy
bueno e importante. Pero ahora solo hacia anuncios, por mucho dinero, eso sí.
Recordó también el día que fueron toda la familia de vacaciones a la playa, fue
la primera vez que vio el mar en persona y no en fotos. Recordó también el día
que su padre le enseño a afeitarse, con navaja por supuesto; fue uno de los
días más felices de su vida; el día que dejo atrás su niñez, lo recordaba bien,
con claridad. De hecho, ahora solo le venían a la cabeza aquellos recuerdos más
felices que había sido capaz de retener.
¿Qué pasaría entonces si decido
tirarme al vacio? Pensó. Me iría de este mundo con la cabeza llena de aquellos
recuerdos que a lo largo de mi vida me ha hecho más feliz. Me ahorraría pasar
otra vez por la depresión que veo se avecina y todos los problemas que esto
conlleva. Me sentiría menos sucio, purificado. No me sentiría, de hecho. Y en
eso momento, era lo que más deseaba; no sentirme, no pensar. Lo tenía claro
pues; su vida ya no valía nada. No en términos monetarios, ya que su caché,
aunque menor que hacía unos años, seguía siendo alto, sino en términos existenciales.
Sentía que había desperdiciado su vida prostituyéndose; había basado esta en la
cantidad y no en la calidad, y ahora estaba cansado. No había nada más que
decir, que pensar.
Pero entonces sus pensamientos, los
que pretendía fuesen los últimos, se vieron interrumpidos por un irritante
sonido; era el teléfono, estaba sonando. Esto, de alguna manera, lo devolvió a
la realidad. Eran casi las ocho de la mañana y estaba sentado en la barandilla
de su balcón. A una altura muy elevada. Rápidamente toda la sangre de su cuerpo
bajo hasta las pierna e, instintivamente, regresó al suelo firme de su balcón.
Se dirigió a contestar el teléfono sin pensárselo demasiado y, a duras penas,
tras hacer un gran esfuerzo para no desplomarse en el suelo, pudo contestar a
tiempo la llamada. Era su representante, la rata de su representante, pensó. De
alguna manera, si él era una prostituta, su representante había sido todos esos
años un proxeneta. Lo único que escuchó fue la voz de este dándole una serie de
indicaciones, recordándole que a las diez de esa misma mañana tenía que ir a no
sé qué dirección, a grabar un nuevo anuncio. Que cuando llegase al lugar le
darían todas las indicaciones necesarias. Que no se preocupase. Colgó el
teléfono.
Se quedó mirando durante un momento el
teléfono que tenía en la mano, meditando lo que acababa de suceder. Lo primero
que le pasó por la cabeza fue que tenía que darse una ducha, afeitarse y
cambiarse de ropa. No podía permitirse ir así a trabajar; tenía que estar en
buen estado delante de las cámaras y eso le iba a costar lo suyo. Y, pese a
todo lo que acababa de pasarle, había podido aparcar en un rincón de su mente,
momentáneamente, todos esos pensamientos que lo habían asechado en las últimas
horas con una rapidez extraordinaria. Pero era como un cáncer, él lo sabía.
Algún día volvería.
Todo esto lo pensaba mientras se
dirigía al lavabo. Al entrar, lo primero que decidió hacer fue lavarse la cara;
necesitaba un poco de agua fría que lo despejase. Y fue acercase al lavamanos
cuando vio algo que le heló la sangre; algo que lo dejó parado; que le permitió
ver las cosas, por fin, con claridad. Algo que, de golpe, le devolvió el sueño.
En una esquina del lavamanos, al lado del jabón y de la espuma de afeitar, como
colocada por el destino con la única misión de recordarle algo, estaba lo único
que poseía que tenía un valor real para él, la navaja de afeitar de su padre.
Así que decidió que ya no se ducharía, ni se afeitaría, ni se cambiaría la ropa,
ni iría a ningún rodaje; se iría a dormir y, al despertar, lo primero que haría
sería dejar alado del contenedor de la basura el caro e incómodo sofá de cuero
marrón.