[Puzzle]


Esta es interesante y triste historia de un pobre chico al que le sobraban actitudes, pero le faltaban oportunidades.  Era muy joven, tendría apenas dieciocho o diecinueve años; de complexión delgada –demasiado incluso-, más bien bajo de estatura, cosa que junto al hecho de no tener estudios más allá de la educación primaria, le dificultaba enormemente encontrar trabajo. Y es que lo necesitaba, no entraré en detalles, pero era de vital importancia trabajar en algo.

Eso sí, las cosas que se le daba bien las hacía de forma extraordinaria, casi podríamos considerar que era el mejor haciéndolas. Entre ellas destacaba su habilidad para montar rompe cabezas complejísimos en tiempo record; su capacidad para abrir cualquier libro exactamente en la página que quisiese; o su impresionante facilidad para caminar con los ojos cerrados sin chocarse con nada ni nadie. Pero, a pesar de todo esto, nadie consideraba que valía la pena, si quiera, darle una oportunidad de trabajo.


Su decepción era inmensa, sentía que no valía para nada –o por lo menos para nada que la gente supiese apreciar-. A pesar de saber hacer muchas cosas bien, ninguna le servía para sobrevivir en un mundo que lo hacía sentir prescindible. “Tanta gente buena para nada con buenos puestos de trabajo y yo, que sé hacer mil cosas y me estoy muriendo de hambre; no es justo”, pensaba.

Un día, tras salir por la puerta trasera de un restaurante donde lo acababan de rechazar como camarero, la desesperación se apoderó de él: calló de rodillas al suelo y rompió a llorar en medio de aquel callejón lúgubre. Su cuerpo, poco a poco, se fue desmontando: sus manos empezaron a desparramarse por el suelo en forma de pequeñas piezas cuadriculadas; luego fueron sus pies; sus piernas y brazos, de forma simultánea; su pelo y la parte trasera de su cabeza; el tronco fue lo que más demoró en deshacerse -aunque no demasiado, recordemos que era muy delgado-; Al final sólo quedaba su cara, húmeda por las lágrimas. Esta tampoco tardó en desaparecer, pasando a formar parte de ese montón de piezas de rompe cabezas olvidadas que yacían inertes en medio de aquel callejón. 

[Llamas a mí]

"Quemar es humano; quemar en grande es delito"

-Leunam Ollitrop



No sé vosotros, pero a mí siempre me ha gustado quemar cosas. Gastarme una caja entera de fósforos encendiendo uno tras otro y deleitarme observando cómo se consumen; tirar soldaditos de plástico a la barbacoa y ver como las llamas hacen que se funda poco a poco (que no me escuche Buzz jijiji); quemar trocitos de papel y paja porque sí gastando un mechero entero en una tarde, yo que sé. Siempre que tengo oportunidad de quemar algo (sin causar un incendio, claro), lo hago, y disfruto.

(Bonita llama eh...pilláis el chiste, ¿no?)

Y creo que es una cosa que nos pasa a todos, aunque siempre hay excepciones claro: todas las madres del mundo. Para mi madre encender la hornilla de casa para, yo que sé, poner a hervir agua para hacerme unos espaguetis, es un acto de vida o muerte: cuando ve que tardo más de lo normal en encender la hornilla con el mechero (sí, tengo que darle al gas y luego acercar un mechero para que se encienda, soy pobre), monta un drama digno de una película del propio Nick Cassavetes. Supongo que por su cabeza pasa la imagen de mi cuerpo explotando en mil pedazos los cuales, al mismo tiempo, son consumidos por un fuego feroz.

Ahora, no penséis que soy un p*** pirómano, no; esos están locos y queman bosques. Si yo llego alguna vez en mi vida a quemar un bosque es pura coincidencia… Y es que creo que fui educado en una cultura que rinde, constantemente, homenaje al fuego: soy sudamericano (sudaca para los amigos). En mi país todo, absolutamente todo, se pasa por la barbacoa, cualquier alimento es válido: carne de ternera, pollo, pescado, cerdo; también verdura como tomates, patatas o pimientos (rojos o verdes, no somos racistas); incluso se fríe encima de las brasas. Si joder, lo he visto con mis propios ojos (quienes me conocéis sabéis que no son precisamente pequeños, por lo que no dudareis de la veracidad de mis palabras).

Y es que una barbacoa, para un panchito como yo, es el alimento adecuado en cualquier situación, ya sea una boda, un bautizo o una comunión. Por descontado para celebrar la navidad, el fin de año y el día de san Guatacaleico Tumbado (no olvidemos cada sábado y domingo, también son buenos días). Y supongo que todos pensareis que una barbacoa sólo se puede hacer en una barbacoa, con su parrilla y tal… pues no, nosotros utilizamos cualquier cosa: desde medio barril metálico mal cortado hasta una carretilla (esta última es bastante popular).

Pero, aún así, creo que la atracción por el fuego es algo universal: nos encanta y asusta a partes iguales. Por lo que espero que compartáis mi posición al respecto, sobre todo, porque si me quedo solo y soy el único que lo ve así, tendré que plantearme ciertas cosas… ¡Y os quemaré a todos! Jajaja era broma… Bueno, sólo deciros que si alguien relacionado con la ley está leyendo esto que sepa que todo lo que aquí explico es ficción, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

[Infierno]




No hay casi nada tan divertido como pasarte el día discutiendo con la persona con la que convives. Tienes que verla muchas horas al día, ponerte de acuerdo con ella para la limpieza del piso, para comprar la comida, cocinar, incluso la película que veréis el viernes por la noche. Y si a todo esto le añadimos el hecho de no coincidir con el otro en casi nada, el resultado es un agradable coctel infernal.

F vivía con W (o W vivía con F, como más os guste) siempre coincidían todas las horas que estuviesen en casa: si uno estaba de tres de la tarde a ocho de la noche, el otro también. Si uno no trabajaba en el turno de mañana, el otro tampoco. Si uno se quedaba dormido y llegaba tarde a trabajar, a el otro le pasaba exactamente lo mismo; no tenían un solo segundo de intimidad. El problema es que era una convivencia de todo, menos feliz.

-F, ¿dónde está el mando a distancia?

-No lo sé W, el último en utilizarlo fuiste tú, que estabas viendo esa serie “tan divertida” que pasan después de comer.

-F, ¿quieres dejar ya la ironía estúpida y ayudarme a buscar el mando?

-No.

-El mando es de los dos, si yo no lo encuentro, tú tampoco podrás ver más tarde esos documentales cutres que tanto te gusta: “El tigre que caza a un gorila pensando que era un ciervo” o “La apasionante anatomía del gusano onicóforo”.

-Te has quedado sin mi ayuda, te las apañas solito.

-Imbécil.

            Esta era una discusión media, un día medio en su convivencia. Aunque, a lo largo del día, la discusión fue a más; el mando no apareció en toda la tarde y F, al llegar la noche, estaba de muy mal humor:

-¿Has hecho ya la cena, W?

-No, hoy te toca a ti hacerla, ¿no lo recuerdas?

-W, joder, te toca a ti, yo la hice ayer.

-Ayer cenamos fuera.

-No pienso hacer la cena, F.  
       
-No eres normal, ¿de qué puto planeta vienes? Que sepas que haré sólo cena para mí, no pienso mover nunca más un solo dedo por ti.

-Eso no era lo acordado F.

-¡Lo acordado es que tú tenias que hacer hoy la cena!

-No me chilles, no pienso bajar a tu nivel, hoy no.

-¿Tú te estás escuchando? ¿Te has vuelto loco o qué?

-¿Sabes lo cansado que he llegado hoy de trabajar? Y sólo pido, después de comer, ver mi puta serie. Ya que no puedo tener un solo minuto de intimidad en esta casa, por lo menos agradecería un rato de desconexión; estirarme en el sofá y pensar que no existes mientras miro mi maldita serie.

-Yo no he perdido el mando a distancia; no es mi culpa que no lo encontrases. Además, yo tampoco he podido ver mis documentales. ¿Crees que me encanta tener que aguantarte cada segundo de mi vida?

-Podías haberme ayudado a buscarlo, además, no estoy tan seguro de que tú no tengas nada que ver con la desaparición del mando; serías capaz de sacrificar tus documentales sólo para verme sufrir y que tenga que tragarme tu presencia cada segundo de mi existencia.

-Te ha salido un pareo; la última frase. Poesía pura.

-¡Me tienes hasta los cojones! ¿Crees que es normal que me digas esto cuando estoy a punto del suicidio? ¿Entiendes que ya no te aguanto un segundo más a tú lado? ¡Eres una maldición, un cáncer!

-¡Eso era lo que me faltaba escuchar! ¿Tú eres el que está al borde del suicidio? ¡Y yo que! No eres nada fácil de aguantar, y por lo que veo, soy el único aquí que hace un esfuerzo por hacer la convivencia lo más amena posible, ¡tú sólo sabes quejarte!

-Ya esta, ¡esto se acabó!

            F fue hasta la cocina y cogió el cuchillo más grande que tenían.

-¡Te voy a matar!

-¿A sí? Pensaba que me ibas a cortar las puntas.

-¡Corre cabrón, que como te pille!

            F se vio interrumpido por unos fuertes golpes en la puerta: alguien llamaba. Dejó el cuchillo en la encimera; W ya no estaba a la vista; se habría escondido, era un cobarde, pensó. Se calmó lo más que pudo, pero volvieron a llamar a la puerta con más insistencia, por lo que fue rápidamente a ver quién era.

-¡Ah, hola T!-, era la vecina de enfrente.

-F, estás montando otra vez un escándalo; se te escucha por toda la escalera.

-Ya ya, lo siento T, es W, ya sabes cómo es, me desquicia; ya no aguanto más.

-F, vives solo. ¿Estamos otra vez igual? ¿Te has tomado hoy tu medicación?

-No… Lo siento.

[Madrugada]



Estaba viendo la televisión sentado en su caro sofá de cuero marrón; era un regalo de su madre. Esta lo había conseguido en una subasta y lo había comprado con el dinero que él mismo le había dado, por lo que lo consideraba un regalo bastante absurdo. De hecho, ni lo consideraba un regalo. En fin, era un sofá muy caro que había pertenecido a alguna celebridad ya fallecida. Aun así era muy incomodo, demasiado para la cantidad ingente de dinero que había costado. Demasiado rígido, presentaba una forma poco ergonómica; tenía el respaldo totalmente vertical, de manera que al poco tiempo de estar sentado provocaba dolores en la espalda. Tampoco podías estirarte, ya que los posabrazos tenían una forma extremadamente rara y quedaban demasiado adentrados, acortando las dimensiones de los asientos. Iba a tirarlo a la basura cuando tuviese ocasión, lo tenía claro.

  Cambiaba canal tras canal, descubriendo que no daban nada interesante, solo concursos absurdos, claramente amañados; anuncios de productos que parecían de broma: un rotulador que eliminaba las ralladuras de la carrocería del coche, un aparato para ponerse en forma sin levantarse del sofá; incluso un alargador de pene. No podía creer que hubiese gente que comprase esas cosas. Y compradores tenía que haber, ya que de alguna forma los distribuidores tenían que obtener beneficios para promocionar dichos productos por televisión, aunque fuera a esas horas de la noche.

Obviamente, a las dos de la mañana, también daban porno. Esas mini películas que proyectan en un pequeño cuadro en la esquina superior izquierda de la pantalla, mientras que en el resto te ofrecen la posibilidad de descargar a tu móvil el video que están emitiendo. También hay un pequeño chat, donde la gente puede enviar un mensaje con el móvil. Los únicos mensajes que había eran de particulares ofreciendo sexo a domicilio. ¿Cómo podía ser que una televisión de más de dos mil euros no pudiera ofrecerle nada mínimamente decente?

Era una televisión de sesenta y cinco pulgadas. Eso quería decir que le había salido a más de treinta euros la pulgada. Una buena inversión, pensó él por aquel entonces. Pero ahora solo le servía para ver basura. Basura de sesenta y cinco pulgadas. Eso sí, la pantalla quedaba preciosa en medio de aquel inmenso salón lleno de cosas caras y sofás incómodos. Y es que era tan amplio el salón que, por muchas cosas que pusiese, siempre parecía vacío. Su madre se cansaba de gastarse el dinero que este le daba en más y más regalos absurdos y caros que, por mucho que abultaban, no acababan de llenar el salón. Estaba casi vacío, en más de un sentido.

Fue bien entrada las tres de la mañana cuando por fin algo en la televisión llamó su atención: estaban dando un anuncio suyo. Lo había rodado hacía unos pocos meses; en este promocionaba una maquinilla de afeitar que vibraba y tenía unas hojillas más finas de lo normal. Se ve que afeitaba mejor; él no lo sabía, ni la había probado, ya que desde adolescente se afeitaba con navaja. Era una de las costumbres que había adquirido de su padre. De hecho, aun conservaba la navaja de este; se la dejó en herencia cuando aún no llegaba a la mayoría de edad. Hacía ya más de veinte años. Aún así, de todas sus posesiones, para él, ese era la más cara. No la había pagado con dinero, la había pagado con la vida de su padre.

Pero entonces, tras acabar el anuncio, empezó a sentirse incómodo. No podía explicarse el porqué; simplemente se sentía culpable por haber rodado ese anuncio. Recibió mucho dinero por simular que se afeitaba, ya que la cuchilla que utilizó ese día era de attrezzo; había ido al rodaje afeitado de casa. Simplemente le embadurnaron la cara con espuma de afeitar y le hicieron posar delante de las cámaras. Y ya está. Por esto había recibido la módica cifra de casi veinte mil euros (el diez por ciento se lo llevo su representante, como siempre). No era justo, pensó. Había sido remunerado por promocionar una cosa que ni siquiera sabía si funcionaba. No se merecía tanto dinero por hacer una payasada de ese calibre. Pero su fama le precedía; su cara bonita. Y mientras tanto estaba solo en el salón vacío lleno de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos.

Se levantó, por fin. Se dirigió a la cocina, esa hermosa cocina nueva, de última generación y sin apenas uso. No le gustaba cocinar, se le daba fatal, prefería encargar comida china, italiana, le era indiferente; cualquier cosa antes que cocinarse él. Por lo que abrió la nevera y extrajo de ella unas sobras de fideos de arroz, pollo y salsa thai del día anterior; le había entrado hambre. Y sed, tenía sed. Se dirigió al mini bar y saco una pequeña botella de Jack Daniels, de esas individuales que regalan como promoción. A él le habían enviado una caja como regalo por mencionar esa marca en una entrevista televisiva. Eso si le gustaba, el Jack Daniels, además lo relajaba, lo serenaba. Así que con los fideos y la bebida bien dispuestos en una bandeja, volvió al sofá, a plantarse delante de la televisión.

Mientras comía no pensaba, no podía. Y en momentos como ese, agradecía al cielo ese don. Pero los fideos rancios se acabaron; el alcohol también. Había saciado su hambre pero no su sed y lo único que tenia de beber eran ese montón de botellitas de alcohol y agua del grifo y nunca le había gustado el agua del grifo. Pensó que un trago más no le haría daño, tenía mucha sed y la cabeza no paraba de darle vueltas, le iría bien. No entendía porque ese anuncio le había afectado tanto; o quizás había sido el recordar a su padre. Cogió dos botellitas y se volvió a sentar en el sofá. Cada vez se sentía más incomodo.

¿Cuántos anuncios habría rodado a lo largo de su carrera profesional? Pensó. Más de veinte seguro. Y a medida que más rodaba más aumentaba su caché; marcas más prestigiosas se interesaban por sus servicios, por su cara, por su cuerpo, por su fama. Y en la mayoría de ocasiones no tenía ni idea del producto que anunciaba, simplemente se plantaba en el set de rodaje y prostituía su imagen, cogía el cheque (el cual compartía en un diez por ciento con su representante, no lo olvidemos) y volvía a casa. Y fue cuando le vino a la cabeza un anuncio en concreto: el de una crema cosmética que, supuestamente, rejuvenecía la piel. Lo eligieron a él para el anuncio porque, dada su juventud y belleza, no poseía aún arrugas de expresión. Pero era eso lo que lo había mantenido joven: su juventud y el poco trabajo manual que había tenido a lo largo de su vida; no una crema que pretendía hacer creer a la gente que por utilizarla acabarías con la piel tan tersa y firme como él. Con toda probabilidad, esa crema no servía para nada. En cualquier caso, recogió el cheque.

 Eran ya las cuatro y media de la mañana y él estaba dándole vueltas a un anuncio de un cosmético que había rodado unos años atrás. Ya llevaba tres pequeñas botellas de Jack Daniels en su interior. Llego al punto en el que empezó a pensar en las consecuencias que pudo haber tenido el hecho de fomentar que la gente consumiera ese producto. Era un cosmético, por lo que, con toda seguridad, habían utilizado animales para experimentar los efectos de ese producto y sus prototipos en su piel, en sus ojos, en su organismo. ¿Cuántos habrán sufrido graves irritaciones en o se habrán quedado ciegos gracias a esos experimentos? ¿Cuántos habrán muerto? No pudo evitarlo, se sentía culpable; sentía que había formado parte de ese acto perverso, cruel. Y es que, de hecho, había formado parte. Se levantó y cogió un par de botellitas más, las últimas, pensó.

Pasadas ya las cinco de la mañana se sentía peor que hacía un rato; no podía dormir pero si beber, se sentía sucio. Tenía ya cuatro botellitas de Jack dentro y una en la mano, en sus manos sucias. Pero la madrugada aún era muy basta, le quedaba un largo trecho hasta el amanecer.  ¿Con que más podía torturarse? Pensó; e inmediatamente le vino a la cabeza uno de los primeros anuncios que rodó: el de un deportivo. Dado que por aquella época estaba empezando apenas a ser famoso, no llegó a cobrar diez mil euros por el trabajo. Era un novato, tendría veinte pocos, pero tenía una cara muy atractiva; también tenía un buen cuerpo. La cuestión es que en el anuncio se destacaba la alta velocidad a la que podía viajar el vehículo, el cual podía superar los doscientos kilómetros hora. Y como no podía ser de otra forma, con cinco Jack Daniels dentro y a esas horas de la madrugada, empezó a darle vueltas y más vueltas a este asunto. Llegó a la conclusión de que había fomentado que adolescentes como él se comprasen ese coche, lo pusieran a doscientos y, probablemente, muchos se matasen en el trayecto. O matasen a alguien. Se sentía un asesino. Ahora se sentía más sucio que antes y tenía las manos vacías, sucias y vacías. Por lo que fue a ocuparlas con sus mejores amigas esa noche, dos pequeñas botellas de Jack Daniels. Así por lo menos estas taparían la mugre.

Al volver de la cocina noto que estaba mareado; por un momento perdió el equilibro, no veía con claridad y su mente no paraba de divagar por sus recuerdos más vergonzosos. Parece ser que las consecuencias de haber pasado la noche junto a sus amiguitas de cuarenta y tres grados le estaba pasando factura. Sentía vergüenza de lo que había hecho durante tantos años. Se sentía infeliz. Ese inmenso piso en el que vivía, en la zona más cara y exclusiva de la ciudad; ese descomunal salón vacío abarrotado de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos. Nada de eso lo alegraba, al revés. Así que decidió salir a tomar un poco de aire al balcón. No salía nunca; no le gustaba pasar frío, y esa noche era fría; pero lo necesitaba. Se plantó delante de la barandilla apoyando los codos e inclinándose hacia adelante. Más que mirar la calle la imaginaba, ya que la niebla fruto de la contaminación la tapaba por completo. Tampoco veía ya demasiado bien, gracias a estado de embriaguez en el que se encontraba. Así que se limitó a observar las tímidas luces que emitían los coches al circular por ahí. Era una imagen demasiado triste. La adecuada para él en ese momento, pensó.

Sintió la necesidad de fumarse un cigarro, pero no tenía. Hacía ya dos años que había dejado de fumar. Desde que consiguió superar la última depresión que sufrió, la cual casi lo lleva a la muerte. Desde entonces sus pulmones la única porquería que aspiraban era el aire de esas calles. Pero necesitaba un cigarro y no tenía. Así que sus nerviosos labios acabaron siendo calmados por la boca de la botella que tenía en las manos, extrayendo de esta el último sorbo que podía proporcionarle. Luego tiró el cadáver de cristal a la calle, donde no pudo ver pero si oír como se hacía añicos contra el suelo. Y eso, sin saber porqué, le hizo esbozar una sonrisa. Pasadas las siete de la mañana había esbozado la primera sonrisa en muchos días.

No podía permitirse volver a caer en una depresión como la que tuvo años atrás, pensó. Lo había pasado demasiado mal como para poder soportarlo por segunda vez. Así que, sin la sonrisa que hacia un momento se había dibujado su cara y con un equilibrio que apenas lo mantenía en pié, decidió subirse y sentarse en la barandilla. Era la emoción fuerte que necesitaba. No había vértigo al que el alcohol no pudiera sobreponerse. Así que, allí sentado, cerró los ojos. Empezó a hacer memoria de todos los recuerdos que conservaba de cuando era un niño, cuando jugaba al escondite con sus amigos en el parque, cuando sacaba una buena nota en educación física, o matemáticas. Su padre siempre le decía que de mayor sería matemático, uno muy bueno e importante. Pero ahora solo hacia anuncios, por mucho dinero, eso sí. Recordó también el día que fueron toda la familia de vacaciones a la playa, fue la primera vez que vio el mar en persona y no en fotos. Recordó también el día que su padre le enseño a afeitarse, con navaja por supuesto; fue uno de los días más felices de su vida; el día que dejo atrás su niñez, lo recordaba bien, con claridad. De hecho, ahora solo le venían a la cabeza aquellos recuerdos más felices que había sido capaz de retener.

¿Qué pasaría entonces si decido tirarme al vacio? Pensó. Me iría de este mundo con la cabeza llena de aquellos recuerdos que a lo largo de mi vida me ha hecho más feliz. Me ahorraría pasar otra vez por la depresión que veo se avecina y todos los problemas que esto conlleva. Me sentiría menos sucio, purificado. No me sentiría, de hecho. Y en eso momento, era lo que más deseaba; no sentirme, no pensar. Lo tenía claro pues; su vida ya no valía nada. No en términos monetarios, ya que su caché, aunque menor que hacía unos años, seguía siendo alto, sino en términos existenciales. Sentía que había desperdiciado su vida prostituyéndose; había basado esta en la cantidad y no en la calidad, y ahora estaba cansado. No había nada más que decir, que pensar.

Pero entonces sus pensamientos, los que pretendía fuesen los últimos, se vieron interrumpidos por un irritante sonido; era el teléfono, estaba sonando. Esto, de alguna manera, lo devolvió a la realidad. Eran casi las ocho de la mañana y estaba sentado en la barandilla de su balcón. A una altura muy elevada. Rápidamente toda la sangre de su cuerpo bajo hasta las pierna e, instintivamente, regresó al suelo firme de su balcón. Se dirigió a contestar el teléfono sin pensárselo demasiado y, a duras penas, tras hacer un gran esfuerzo para no desplomarse en el suelo, pudo contestar a tiempo la llamada. Era su representante, la rata de su representante, pensó. De alguna manera, si él era una prostituta, su representante había sido todos esos años un proxeneta. Lo único que escuchó fue la voz de este dándole una serie de indicaciones, recordándole que a las diez de esa misma mañana tenía que ir a no sé qué dirección, a grabar un nuevo anuncio. Que cuando llegase al lugar le darían todas las indicaciones necesarias. Que no se preocupase. Colgó el teléfono.

Se quedó mirando durante un momento el teléfono que tenía en la mano, meditando lo que acababa de suceder. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que tenía que darse una ducha, afeitarse y cambiarse de ropa. No podía permitirse ir así a trabajar; tenía que estar en buen estado delante de las cámaras y eso le iba a costar lo suyo. Y, pese a todo lo que acababa de pasarle, había podido aparcar en un rincón de su mente, momentáneamente, todos esos pensamientos que lo habían asechado en las últimas horas con una rapidez extraordinaria. Pero era como un cáncer, él lo sabía. Algún día volvería.

Todo esto lo pensaba mientras se dirigía al lavabo. Al entrar, lo primero que decidió hacer fue lavarse la cara; necesitaba un poco de agua fría que lo despejase. Y fue acercase al lavamanos cuando vio algo que le heló la sangre; algo que lo dejó parado; que le permitió ver las cosas, por fin, con claridad. Algo que, de golpe, le devolvió el sueño. En una esquina del lavamanos, al lado del jabón y de la espuma de afeitar, como colocada por el destino con la única misión de recordarle algo, estaba lo único que poseía que tenía un valor real para él, la navaja de afeitar de su padre. Así que decidió que ya no se ducharía, ni se afeitaría, ni se cambiaría la ropa, ni iría a ningún rodaje; se iría a dormir y, al despertar, lo primero que haría sería dejar alado del contenedor de la basura el caro e incómodo sofá de cuero marrón.


[La cosica más tierna]


Seré breve: no soy una persona de esas a las que les encantan los animales domésticos, que vivirían con cinco gatos, tres perros o diez loros. Pero Dios mío, acabo de ver, vislumbrar ¡gozar! Del animal más adorable del mundo; os dejaré aquí el video. Tras su visionado, me he pasado como tres cuartos de hora llorando; luego he sido la persona más feliz del mundo y he empezado a ver la vida de otra forma. Ahora soy más optimista, mejor persona. Hasta el punto de que, cuando este blog me haga infinitamente millonario (y famoso), donaré toda mi fortuna a la causa más humana y bien intencionada que encuentre. Todo gracias a este amiguillo (el cual me parece se llama Slow Loris). Espero os haga tan feliz y  os cambie la vida como lo ha hecho conmigo :’)

(Lo sé, hay un antes y un después :') )

[Voy a despejarme]


Es muy tarde y tengo un examen mañana (u hoy). No sé si os suele pasar, pero ahora mismo, y a pesar de haber estudiado relativamente bastante para el examen, apenas recuerdo, si quiera, lo que me entra. Y no estoy exagerando, joder; tengo un estado mental down-transitorio, en el cual paso de estar leyendo alguna definición interesantísima sobre “la autoría y la participación” a darme cuenta de la infinidad de detalles absurdos que hay a mi alrededor (cosa súper provechosa en el momento en que cada minuto de estudio es oro).


(Ahora está muy de moda este formato ¿no?)

Levanto la vista un momento para descansar. Me percato, al segundo, de lo bonito que es mi reloj de pulsera (está encima de la estantería que tengo delante del escritorio). Muy brillante, reluciente de hecho; libre de rasguños. Lástima que no me quede, tendré que llevarlo al relojero para que me amplíe la correa. Aunque la verdad es que es un reloj demasiado formal, no me pega en absoluto; demasiado serio.

Al mirar el objeto de al lado, diviso una pelota de beisbol que conseguí en un partido hace ya muchos años; diez creo. Esta bastante sucia; se nota el paso del tiempo por ella, y el poco cuidado que le he tenido. Aunque eso, en cierto modo, le da un toque clásico. No está mal. La verdad es que conozco poca gente que posea una pelota de beisbol original (cogida en un partido); sobretodo aquí en España.

Ahora creo conveniente reordenar mis DVD’s por director… no, mejor por género… ¿por año? Por el color del lomo (si es que se puede llamar lomo). Ahora tengo una especie de arcoíris imperfecto conformado por mi vasta colección de películas: mi futuro profesional está solucionado (No). Aquí he perdí muchisisisisísimos minutos vitales.

Decido que voy a entrar en Facebook un momento, para acabar de despejarme (con todo lo que he hecho antes se ve que no he tenido suficiente) y ponerme a estudiar nuevamente; no había tiempo que perder. Lástima que un amigo haya colgado un video aparentemente muy gracioso. Lo veo varias veces y me sigo descojonando. Al lado de este video hay varios enlaces que me llevan a otros video relacionados muy graciosos también; me tiró media hora mirando videos absurdos a la par que graciosos.

En uno de esos videos, una cosa pica mi curiosidad: el autor da un dato muy interesante. Como soy un hombre de ciencias que hace una carrera del social (un romántico vamos) decido buscar más información por la intelné (nótese mi acento, es gracioso porque se me da bastante fatal imitar acentos… diez minutos más perdidos en esta reflexión de mierda). Tras estar varios minutos informándome de ese dato altamente innecesario para el devenir de mi vida, me dispongo nuevamente a estudiar. Miro la hora: ya llego tarde al examen. He suspendido.

[No soy House]


En ocasiones, y sólo en ocasiones, las series/películas que veo, me influyen de una forma u otra (a veces de una forma un pelín exagerada). Algunos podréis decir “hey littledoor (como habitualmente me llama la gente por la calle), deja de firmar autógrafos y escúchame: si te pasa eso, es porque ciertos detalles de tu  forma de ser aun no se han conformado en su totalidad. Tienes que intentar tener más personalidad, ser tu mismo, no dejarte influir por…” cállate mamaverga. Joder, todos somos libres para soñar, aunque a veces se roce la obsesión (entonces la prisión preventiva y las ordenes de alejamiento nos cohíben esta libertad, pero bueno) y si esos sueños son, por ejemplo, ser tan inteligentes como Sheldon Cooper; tan perspicaces como Patrick Jane o Shawn Spencer; tan duros como John McClane; o tan rematadamente la hostia como Gregory House; tenemos derecho a querer realizarlos, ¿no?

Pues si pero no, por lo menos en mi caso. Cuando pretendo ser tan inteligente como Sheldon Cooper, dejo de esforzarme en el estudio, ya que creo que he desarrollado, de golpe, una especie de habilidad cognitiva que me permite adquirir conocimientos y comprenderlos en un periodo muy corto de tiempo (que estudio antes del examen vamos). El resultado, según mi experiencia, es que no soy el puto Sheldoon Cooper (y mi profe de mates piensa lo mismo). Si quiero ser tan perspicaz como Jane o Spencer creo, nuevamente, que de golpe he adquirido unas habilidades de observación y memoria visual fuera de lo común. Me da la sensación que soy capaz de recordar cada detalle de todo aquello que veo, con tanta facilidad, que casi no tengo ni que prestar atención; las imágenes se guardan en mi memoria como archivos en alta definición, con todo lujo de detalles. Pues esto es muy falso (falsísimo), hasta el punto que creo que tengo una especie de Alzheimer prematuro o algo por el estilo; pasados unos minutos no recuerdo nada de nada, tengo una memoria de mierda. Me dejo las llaves dentro de casa; intento memorizar un número de móvil y luego dudo hasta del primer dígito (habrá algún listo que pensará: ¡pero si siempre es seis! Pues sí, hazte una idea).



Y para resumir: tampoco soy, ni por asomo, una decima parte de lo duro que es John McClane, si me hago una pequeña quemadura con el horno me paso diez minutos con el dedo en agua fría al borde del llanto, como todo un valiente. De House ni hablo: es ver un capítulo y me creo médico. Eso sí, dada mi hipocondría, veo cáncer por todas partes. Así que para no sentirme (y quedar) como una especie de fracasado (o iluso gafe), simplemente diré que algo si se me da bien: ser malo haciendo lo que no se me da bien. Pedazo de reflexión eh. Perdón por los derrames cerebrales. Ahí lo dejo.

[Bibliotequing for Barcelonin]


Ayer me pasó algo realmente curioso; estaba yo estudiando como hago habitualmente…en la biblioteca, cuando un grupo armado entró pegando tiros al aire, gritando consignas en un idioma que no pude identificar mientras la gente despavorida… es broma; pero no se aleja demasiado de lo que realmente me pasó…también es broma; se aleja bastante.

Simplemente entro un chaval, supongo que encapuchado ya que no pude verlo, y tiró, en el recibidor de la biblioteca, una traca encendida (si de petardos) y un montón de panfletos, donde explicaba el porqué de ese acto: se ve que la biblioteca organizaba talleres de grafitis y a él le habían puesto 3000 euros en multas por hacer los mismos grafitis… en fin, una protesta un tanto peculiar, pero bueno, se hizo escuchar.

A lo que voy es que luego de que pasase esto, entró Michael Moore a la biblioteca, con su equipo de grabación, y nos entrevistó a todos, uno por uno. Y a mí concretamente, me reservó una entrevista especial (supongo que lee mi blog y me reconoció entre los demás estudiantes), para formar una sección importante dentro de su próximo documental, el cual recogería este tremebundo acontecimiento.

(Me comía esa carita de pan:') )

Así pues, hoy soy un hombre feliz: he ganado una bonita anécdota que explicar entre los amigos y la familia, y también he recobrado la esperanza en el periodismo de investigación, ya que este ha vuelto a ocuparse en exclusiva de los temas que más preocupan y afectan a la sociedad, gracias de todo corazón.

[Mamá]


Hoy salí un poco más tarde del colegio; me había quedado negociando con la profesora de mates redondear el 6,8 del examen a un 7. La cuestión es que llegaba un poco tarde a casa y era la hora de comer, hora que para mi madre es sagrada. Así que tenía que darme prisa, intentar coger todos los atajos posibles y no distraerme con nada (soy propenso a distraerme con cualquier tontería, y donde digo propenso quiero decir MUY propenso).

Así pues me dispuse a ir por el camino más corto, pero solo girar la primera calle, me veo interrumpido de golpe por un chico que quería afiliarme a una ONG “zurdos sin fronteras”. Le dije que tenía prisa, que en otro momento. Pero el chico parecía desquiciado; empezó a insistirme, siguiéndome, así que empecé a correr y el loco ese empezó a correr también detrás de mí. Tres bolis oficiales de la ONG llegó a tirarme, casi me da en la cabeza. Por suerte se cruzó con un mendigo y creo que se enamoró, porque dejó de seguirme.

Más calmado, retomé mi camino…por poco tiempo. Fue tomar la avenida principal que tomo a diario y ver que se había formado una batalla campal: un montón de policías estaban siendo agredidos por policías andorranos. Se ve que los primeros se estaban manifestando, por lo que el gobierno se fue a Andorra a buscar antidisturbios para poder hacerles frente. Y yo llegaba tarde, es mala suerte.

Por fin ya estaba a punto de llegar, mucho más tarde de lo esperado. Pero nuevamente hoy no era mi día: había una especie de monstruo inmenso, parecido a un pez antropomorfo… una cosa muy rara destruyendo varios edificios cercanos a mi casa. Obviamente, entre los cazas del ejército disparándole misiles y los militares de tierra atrincherados disparándole, tuve que pegar una vuelta a toda la manzana (luego me informé y se ve que el bicho ese era un pececillo que un niño tiró por el retrete; vivía cerca de Fukushima o Fukashimo, no sé, en Japón).

Finalmente conseguí entrar en casa; vaya día el mío. Mi madre, solo llegar, me pidió explicaciones (con esos gritos de furia que solo las madres saben hacer). Yo le expliqué todo, con pelos y señales: el chico desquiciado de la ONG, la manifestación de policías y el monstruo. A lo que ella, previsiblemente, me respondió: “¡Que monstruo ni que monstrua, castigado a tu cuarto!”.

[Todos somos humanos]


Se estaba mentalizando; respiraba profundamente y repetía para sus adentros el discurso que en breves momento se dispondría a realizar. Era el encargado de presentar un nuevo programa de televisión en directo y este primer episodio, lógicamente, era el más importante; la primera impresión a la audiencia tenía que ser buena. El público estaba llegando y ocupando sus asientos; todo estaba dispuesto para empezar.

Por fin entró al plató; estaba en directo.  Entre aplausos se plantó en medio del escenario y se dispuso a escupir cada una de las palabras que tan meticulosamente había preparado. Pero fue empezar a hablar y algo salió mal: el micrófono no funcionaba. Se quedó estupefacto, dio unos golpecitos al cabezal del micro diciendo “probando, uno, dos, tres”, pero no pasaba nada, el pequeño micrófono seguía sin funcionar.

Inmediatamente el técnico encargado el sistema de sonido acudió en su ayuda; toco unos cuantos cables y nada; el micro no emitía ni la más mínima señal. Fue entonces cuando un integrante del público se puso del pie al grito de “¡soy psicólogo y ya sé lo que le pase al micro: sufre de fobia social!”. Lo que le faltaba al pobre presentador, un micrófono con temor a hablar en público.

Como no disponían de otro de recambio de manera inmediata, procedieron a interrumpir la emisión y a buscar rápidamente un sustituto al pobrecito micro. Tras instalar el nuevo justo a tiempo para volver a emitir en directo, el presentador se dispuso, por fin, a ofrecer su presentación; nuevamente algo salió mal: un sonido rarísimo e insoportable invadió el plató en el momento que pronunció las primeras palabras.

El micro funcionaba perfectamente, era nuevo, por lo que ahora el problema parecía venir de los altavoces del plató. El técnico, desesperado, corrió a ver qué podía hacer, pero todo fue interrumpido nuevamente por otro integrante del público “¡Soy médico, y lo que pasa es que los altavoces están resfriados!”.

[Avenida]


Se estaba construyendo un gran museo, el cual albergaría las más valiosas y hermosas obras de la tierra. Arte contemporáneo, barroco, vanguardista, etc. Todos se darían cita en este majestuoso edificio, que se alzaría en medio de una de las avenidas más transitadas de Barcelona. Pero es que este no solo tendría en su interior todas estas piezas de incalculable valor, si no que él en si mismo sería una obra de arte, un edificio concebido por los más prestigiosos  arquitectos y diseñadores de la actualidad. En definitiva, la Meca de lo bello del siglo XXI.

Y en medio de todo esto, encontramos a M.

M era un chico que estudiaba una carrera social cualquiera en una universidad cualquiera, es decir, era un romántico, ¿no? Y cada día iba a pie a su facultad, siguiendo siempre el mismo trayecto,  el cual, en un momento determinado, constaba en pasar por una gran avenida. Como supongo ya habréis adivinado, se trataba de la avenida donde se construía el majestuoso museo.

Fue una mañana bastante soleada cuando M advirtió las obras de dicho museo. Aunque realmente las obras se intuían por el hecho de que media calle estaba tomada por material y equipos de construcción de todo tipo, ya que, el solar en sí, estaba tapado por un andamio inmenso, de tal forma que no se pudiera ver desde fuera la obra que se gestaba dentro. Pero lo que llamó la atención de M no fue toda esta movilización de recursos y gente aglomerada curioseando, si no la gran pancarta publicitaria que “decoraba” el andamio. Era una imagen inmensa, donde se publicitaba una clínica dental, bajo el eslogan “sonríe en blanco, no cuesta tanto”.

 Pero no, no fue este detalle en concreto lo que llamo la atención de M (por suerte), fue la chica que salía en dicha imagen. Esta tendría unos veinte años, más o menos, quién sabe. Pero lo importante es que, en el momento en que M la vio, se enamoró. Así de simple, como si se hubiese enamorado a primera vista de una chica cualquiera yendo en autobús, o en clase, o donde fuese. Con la sutil diferencia de que se había enamorado de una foto (muy grande, por cierto).  Y es que encontraba hermosa a esa chica de sonrisa blanca, la cual solo se veía de cintura para arriba y que hacía de modelo para promocionar una clínica dental cualquiera. Así que M dejó escapar una sonrisita y siguió su camino, pero mirando de reojo a su nuevo amor.

M pasaba por esta avenida cada día, de lunes a viernes, de ida y vuelta. Por lo que pasaban los días y M se acostumbraba cada vez más a ver a su amada; por las mañanas, cuando se dirigía a clase, al pasar por delante de ella, le deseaba en su interior buenos días. Incluso, de vez en cuando, le soltaba algún piropo “hoy estas más radiante que nunca” o “el sol de esta mañana favorece tus verdes ojos” (era un romántico, no un ordinario). Cuando volvía de clases normalmente se despedía hasta el día siguiente diciéndole lo mucho que la echaría de menos, lo mucho que, antes de dormir, pensaría en ella. En su interior lo que realmente pensaba era lo mucho que deseaba poder acariciar su blanca tez, y eso lo entristecía.

Y todo esto fueron los primeros días, pero señores, una obra como la de este museo dura mucho tiempo, por lo que esta se alargó durante meses (y por M como si se hubiese alargado durante años). Así pues, en los meses venideros, M ya había lo tomado como una rutina, pero no en el sentido negativo, ya que cada vez que la veía, se enamoraba, por lo menos, un poquitín más. Cada vez que vislumbraba su figura, encontraba un nuevo detalle que la hacía más hermosa: un reflejo rojizo en su castaño pelo, un brillo en los ojos que le daba un aire pícaro o la ligera curvatura que presentaba su cuello, la cual inclinaba su cabeza de forma casi imperceptible, pero que para M era una evidencia más de su ternura.

La vida de M ahora giraba en torno a esta chica, a esta foto. Con el tiempo ya no podía soportar verla solo dos veces al día, y de forma tan fugaz, por lo que ahora se plantaba cada tarde delante de la construcción, contemplándola, manteniendo conversaciones para sus adentros con ella, era fantástica. Pero como todos habréis supuesto esta no puede ser, de ninguna manera, una historia con final feliz. Porque las obras de un edificio (en nuestro caso un museo), por mucho tiempo que duren, finalmente acaban. Y esta era una cuestión que M había pensado en diversas ocasiones, pero había decidido obviarlo y vivir como si este día no fuese a llegar nunca; pero llegó.

Una tarde de sábado como cualquier otra (desde que M vio a su amada por primera vez), M se disponía a visitar a su chica; hoy le iba a hablar de lo mucho que le preocupaba un examen que tenia la semana siguiente, entre otras cosas. Pero, fue al llegar a la gran avenida y acercarse  al sitio en el que desde hacía meses se situaba para pasar el rato con ella, cuando su corazón se encogió prácticamente hasta desaparecer; se había ido. El andamio había dado lugar a un edificio extremadamente grande y colorido. Cientos de personas se aglomeraban delante de este y hacían cola para entrar, fascinadas, haciéndose fotos. Empezaron a llegar cámaras de televisión, había incluso un helicóptero que M supuso hacia tomas aéreas de la gran inauguración.  El mundo estaba admirado delante lo que consideraban “el arte del arte”; M estaba en shock.

Se suponía que aquel desmesurado edificio tendría que transmitir a M una sensación de belleza y placer, pero él no lo entendía. Habían substituido a su amada, al ser más bello que había contemplado en la faz de la tierra, por un edificio hortera hecho de piedra, plástico y a saber cuántas cosas más. ¿Cómo este edificio, albergase lo que albergase dentro y estuviese hecho por quién estuviese hecho, podía ser más bello que la chica que le había robado el corazón? ¿Cómo podía ser más importante para él un rótulo publicitario que ese supuesto majestuoso museo?  M, sin saber qué hacer, se quedó ahí, al otro lado de la acera; apartado de la multitud, recordando, añorando lo feliz que había sido compartiendo sus días con aquello que, para él, había sido lo más maravilloso que le había pasado y le pasaría en su vida: la foto de una chica en un inmenso rótulo publicitario; su chica. 

[W.C]


Supongo que a todos se os ha presentado la situación de tener que ir a un lavabo público ¿no? Ese incomodísimo momento en medio de un centro comercial, en el cine, en el instituto, en la universidad, etc  en que os viene un potentísimo y mortal apretón. Pero no un apretón normal, de esos que dices “joder, tengo que ir rápido al lavabo, que me están viniendo indicios de una más que posible cagada brutal” no; yo me refiero a un mega-apretón que piensas “Joder, lo único que evita que haga una moqueta biológica marrón son mis nalgas apretadas entre sí de forma titánica”, este es el apretón más jodido, el que te deja las nalgas soldadas entre sí.

Pues seguro que os ha surgido un mega-apretón de estos, y habéis tenido que recurrir a un lavabo público, no nos engañemos. Esto, en principio no supondría un problema: vas a dicho lavabo y punto… pues no. Por regla general, estos lavabos están hechos de tal manera, que sientas todo el asco, incomodidad y vergüenza posible a la hora de cagar.  Lo primero es el decorado que encontramos: asientos (donde te sientas para defecar, no sé el nombre técnico) llenas de manchas amarillas (en el caso de los chicos…creo), ausencia de papel higiénico, costras marrones y SIDA por doquier. Todo esto, en el momento en el que entras a toda prisa, es un percal, ya que no puedes ni poner papel para no sentarte directamente encima del retrete putrefacto, o mirar previamente si hay papel o no y cogerlo de otro servicio.

Pero aún hay un factor más; los diversos retretes, están separado entre sí por unas finísimas y poco discretas paredes de corcho-pan, de modo que cuando empiezas a liberar a tu criatura, se forma un recital en toda la estancia. No hay suficiente con que el de alado pueda verte desde los pies hasta la cintura, sino que además tiene que tragarse todos tus sonidos y olores y ya lo sabéis, por más que intentáis disimularlo es peor, ya que apretando más las nalgas no se amortigua el sonido, sino que sale con más potencia.

Y para culminar, sales a lavarte las manos (si eres un poco decente)  y te encuentras con tus “vecinos de cagada” lavándoselas también, y este es un largo proceso ya que, normalmente, hay que hacer cola para secarse las manos con la mierda de secadores eléctricos esos, que tardan tanto que el agua, más que evaporarse, se ralla y se va. Pues mientras todo esto ocurre, tus vecinos te miran, os miráis con toda la naturalidad posible tras el humillante espectáculo y seguís vuestro camino, pero marcados para siempre por el lavabo público. 

[Cobertura]


Ayer, tras hacer mis oraciones, me disponía a dormir cuando un peculiar sonido llamo mi atención; un suave y electrónico llanto. Así que me incorporé y me dispuse a buscar el origen de esos sollozos. Mi sorpresa fue, al mirar encima de mi escritorio, que el llanto provenía de mi teléfono móvil.

Si, habéis leído bien, mi móvil estaba llorando. Os parecerá un poco raro, pero señores, se trata de un Smartphone (para aquellos pobres que no se puedan permitir uno, que sepan que es como un móvil normal, pero con mil aplicaciones más a parte de para llamar y mirar la hora). Así que me dirigí hacia él y le pregunté que le pasaba, si necesitaba mi ayuda en algo o si simplemente quería charlar un rato (los psicólogos siempre recomiendan transmitir tranquilidad ante este tipo de situaciones tan delicadas), a lo que me contesto que si, necesitaba desahogarse.

Entre lágrimas, comenzó a explicarme el porqué de su sufrimiento, lo solo que se sentía. Estaba cansado de que solo lo utilizara para hablar con otras personas; que por mucho que le hablase, realmente nunca me dirigía a él, si no a otra persona al otro lado de la línea. Él también necesitaba que le preguntasen como estaba, si había tenido un buen día, o si necesitaba algo, necesitaba sentirse querido.

Tenía que aguantar como yo mantenía conversaciones, muchas veces estúpidas, sobre banalidades a las cuales les daba una importancia atroz, o simplemente, manteniendo largas conversaciones, al final de las cuales, ni siquiera le daba las gracias por el buen trabajo que había hecho manteniendo la cobertura y la calidad de la llamada. Mi móvil se sentía despreciado.

Fue entonces cuando le dije que ahora me había dado cuenta de mi error, le pedí una y mil veces perdón por haber sido tan insensible y desagradecido. Y es que tiene que ser muy duro para él; había estado tratando a mi móvil, durante muchísimo tiempo, como una prostituta, pagándole por hacer llamadas y luego dejándolo tirado, sin un buenas noches o una caricia de agradecimiento. Y tras decirle todo esto y abrirme yo también a él de corazón, nos abrazamos y ambos lloramos. 

[Noentiendo]


Dada mi avanzada edad, me ha tocado vivir muchas cosas; algunas buenas, otras malas. Hoy voy a hablar sobre una de esas cosas buenas: la Nintendo 64 (aplausos entre llantos y sollozos).

(Soy el único al que le da un vuelvo el corazón? :,) )

Pero a pesar de que esta consola haya marcado una etapa bonita y ignorantemente feliz en mi vida, hoy toca hablar de ella refiriéndonos a una desgracia; he leído esta mañana un artículo sobre un estudio que demostraba que soplar la ranura del cartucho del juego cuando este no funcionaba… ¡NO SERVIA PARA NADA! De hecho, lo empeoraba…Tras la lectura de dicha noticia me puse a llorar desconsoladamente (no podía ser de otra manera) en medio del metro de Barcelona.

Si alguna de las miles de personas que leen este blog ha disfrutado de esta consola en algún momento de su infancia, compartirá mi dolor. ¿No recordáis esos días en los que os disponías a echar una partida de vuestro juego favorito, ya fuese Super Mario 64, Mario Kart, Goldeneye 007, Zelda: Ocarina of time, etc… y la consola no leía el cartucho? La reacción inmediata era coger dicho cartucho y soplar (de abajo arriba y de arriba abajo) la ranura, de tal forma que, al introducirlo, como por arte de magia… ¡EL JUEGO VOLVÍA A FUNCIONAR!

Pero es que incluso, entre tus hermanos y amigos, siempre había uno al que se le daba mejor esto de soplar, incluso lo había elevado a un nivel de arte y solo este individuo era capaz de revivir esos impresionantes juegos a la primera; eran ingenieros del soplido. Pues esto amigos, según la ciencia, era solo un espejismo, una ilusión, una cruel coincidencia del destino. Es más, el artículo en cuestión convertía a estos profesionales de las reparaciones jueguiles (otra palabra que me apunto) en verdugos, ya que afirman que la saliva desprendida de los soplidos estropeaba los lectores de los cartuchos… ¿os lo podéis creer?

Pues eso señoras y señores; chicos y chicas; abogados, mi infancia es un poco más traumática hoy gracias a la ciencia, que no conoce de sentimientos. Aún así intentaré seguir creyendo en esos mitos, costumbre, que nos hicieron unos niños felices, que nos unieron y nos hicieron ganar un respeto dentro de nuestro grupo de amigos. Y recordaré con ternura la figura del soplador de cartuchos, él cual, hace ya muchos años, formo parte de mí.

[Llongueras]

No me considero una persona excesivamente idiota, en ciertos aspectos. Pero si que tiendo a pensar que muchas cosas no me afectan; cosas como la gripe (sonido de película de terror loca). Y es que esta mañana me he despertado con la garganta bastante irritada y con una mucosidad bastante densa…si queréis puedo ser más explícito, pero empezaríais a vomitar encima del ordenador y me quedaría sin lectores (carita triste con lagrimilla en el ojo)

Total, que me he despertado en ese estado en el que hablas cómo si te hubieses bebido un batido de clavos, lo que yo llamo “hacer un Llongueras”:


(que simpatiquísimo que es)

La cuestión es que luego desayuné brownie con helado de fresa… se que pensareis que soy imbécil… Pues sí, y lo peor es que lo intenté compensar bebiéndome un café calentito (me salen unos cafés geniales), pero efectivamente, no funcionó. Así pues, me había empeorado un pelín más la garganta y la mucosidad que ello conllevaba.

No contento con eso, salí de casa sin jersey (y estaba haciendo un poco de fresco), o eso creía yo, porque fue justo llegar al metro, buscar la tarjeta para picar, y encontrar un jersey que llevaba desde hace días metido en la mochila…hay que ver que ocurrencias jejeje. Pero la pequeña púa en mi garganta ya estaba clavada.

Para acabar, llegue a casa y, como me gusta ir descalzo, voy así desde entonces…hasta ahora, que es media tarde y dado que el suelo de mi casa, no sé cómo,  siempre está helado, creo que le he dado la puntilla definitiva a mi preciosa garganta. Así que mientras os escribo esto cada vez que respiro me dan ganas de toser y me ahogo por momentos en moco. Solo quería compartirlo con vosotros, porque os aprecio <3


[Fama]


 Por si no os habéis dado cuenta ya, soy bastante famoso.  Tengo muchísimos seguidores, mi blog es una referencia en lo referido a calidad literaria y metafísica, y estoy en proceso de apadrinamiento de un negrito.

Este último punto es algo que me preocupa un poco, ya que el tío de la ONG con el que hablé por teléfono me dijo que sería un negrito del África central, o por ahí. Pero la cuestión es que no especificó si sería un niño pequeño de estos tan simpatiquísimos que salen por el telenoticias, y mi temor es que, al no especificarlo, realmente haya apadrinado a un negro de veinte tantos de esos que van a toda hostia en Jeeps con AK-47 disparando al aire. Pero no sé si esto es posible, hace tiempo que no leo, ahora solo me ocupo de ser famoso.

Pero joder, de ser este el caso me sentiría fatal, porque una cosa es ser famoso, y otra no tener escrúpulos, y yo eso si que no.  Pero es curioso como en los juegos estos bélicos que sacan para las doscientas consolas que hay actualmente, siempre meten a estos negros por algún sitio, y, obviamente, siempre son los malos. Pero es que son malos y se ve que a la hora de diseñar el juego solo diseñan dos tipos diferentes de africano negro loco con ak-47, y lo repiten mil veces más. A bueno, menos el jefe maestro loquísimo, a este le ponen una boina revolucionaria roja y ya vamos…malísimo. 

Lo mejor es cuando, a estos mismos negros, los meten en alguna película bélica que, básicamente, tienen las mismas características que los de los juegos de antes, solo que aquí se recrean más. Estos, a última hora, durante la persecución del bueno (del prota de la peli) el negro que va en la parte trasera del Jeep saca un pedazo de bazooka , con el cual dispara a nuestro carismático y fornido protagonista. Este, en un alarde de habilidad, hace una mega maniobra de evasión con su estereotípica moto de trial, y esquiva el pepinazo. Seguidamente, el Jeep conducido por nuestros amigos de color acaba estampándose con algún obstáculo situado detrás del fuego desprendido por la explosión del misil que ellos mismo acaban de disparar y que, por mala suerte, no pueden detectar a tiempo. Pobrecitos.

No sé como cojo***  he acabado hablando de eso, pero la cuestión es que vivo en y de la fama. Y bueno, ahora que ya he apadrinado y tal y he sembrado las bases firmes de mi fomosidad (ya me puedo hasta inventar palabras…¡Grapadoroso! ¡chaflanístico! Jejejeje soy la risa) ahora toca buscar un buen balcón de hotel para salir en pelotas y me hagan fotos los paprasaxis esos. Os quiero. Littledoor <3

[Contemplación]

Es posible encontrar la belleza en los detalles más nimios que la vida, el mundo, el universo, nuestro pensamiento nos puede ofrecer. Una simple simetría o asimetría, una textura, un orden o un desorden, la fluidez de un acontecimiento, la armonía, la vida o la muerte, en todos sus niveles. Simplemente tenemos que aprender a ver las cosas bellas, y esto es algo que no nos enseñan en la escuela.

Un cuerpo humano, a pesar de que permanezca inerte en el frío suelo, puede ser bello, o eso pensó él en ese momento. Acababa de dejarlo en ese estado, tras arrancarle aquello que lo mantenía erguido y vivo. Había sido el artífice de aquella obra que, a primera vista, resultaba macabra pero, desde sus ojos, cada segundo que pasaba adquiría una forma más parecida a una obra de arte, hermosa.


Veía como la sangre aún brotaba de la cabeza, de un rojo intenso y brillante. “Este es el color rojo que cualquier pintor de la historia hubiera gustado utilizar en sus obras, es un color perfecto, macabramente perfecto” pensó. Y ese mismo rojo, poco a poco iba rodeando y enmarcando la figura inmóvil, contrariamente a lo que pudiese parecer, la iba dotando de vida. Ahora que todo ese fluido se escapaba de su recipiente, el cuerpo estaba más vivo que nunca, pero de una forma que solo es comprensible desde la belleza que se desprendía de ese acontecimiento.

Otra cosa que llamo su atención fue su mirada. Esta, a pesar de estar clavada en un punto fijo, y al mismo tiempo indefinido, de la habitación, reflejaba paz. Esas esferas relucientes, perfectas, que combinaban de forma ideal el blanco, el marrón y el negro en sus tonalidades más intensas, transmitían una sensación de tranquilidad. “La mirada de la muerte es tranquila, serena” pensó. La reconciliación con la paz que se dibujaba en esos ojos era, si no más, igual de hermosa que las otras partes de aquella obra.


Él se deleitaba con del crimen que acababa de cometer, porque ahora, contra todo pronóstico, lo veía así, bello. Incluso la forma en la que yacía el cuerpo, aún con el revólver humeante en la mano agarrotada, no había tenido posibilidades de defenderse. Las uñas recién cortadas, el arma reluciente como un espejo, y ese específico olor a pólvora quemada. Él estaba realmente orgulloso, porque esa obra de arte había salido de su ser. Se había convertido en un artista.

Y  tras hacer todas estas reflexiones, todas estas observaciones, tras darse cuenta de la capacidad que había adquirido para identificar y disfrutar de la belleza, pensó si todo aquello había valido la pena. Haberle arrancado la vida a ese ser lo había liberado de una carga insoportable de llevar, y ahora que era libre, era feliz. Pero era una felicidad agridulce, ya que la contrapartida era que solo podría disfrutar de esa belleza concreta, porque sus actos, como castigo, no le permitirían conocer otras bellezas diferentes. Él se había decantado por un placer inmediato, sin pensar en que podían existir otros caminos que, a largo plazo, le habrían aportado mayor felicidad.

Era irónico que ahora, después de haberse quitado la vida, tras haber observado durante largo rato su propio cuerpo tendido en el suelo de su habitación, haya aprendido, por fin, a ver y disfrutar de la belleza de los pequeños y significantes detalles. Aunque quizás, fuese demasiado tarde.