[Puzzle]


Esta es interesante y triste historia de un pobre chico al que le sobraban actitudes, pero le faltaban oportunidades.  Era muy joven, tendría apenas dieciocho o diecinueve años; de complexión delgada –demasiado incluso-, más bien bajo de estatura, cosa que junto al hecho de no tener estudios más allá de la educación primaria, le dificultaba enormemente encontrar trabajo. Y es que lo necesitaba, no entraré en detalles, pero era de vital importancia trabajar en algo.

Eso sí, las cosas que se le daba bien las hacía de forma extraordinaria, casi podríamos considerar que era el mejor haciéndolas. Entre ellas destacaba su habilidad para montar rompe cabezas complejísimos en tiempo record; su capacidad para abrir cualquier libro exactamente en la página que quisiese; o su impresionante facilidad para caminar con los ojos cerrados sin chocarse con nada ni nadie. Pero, a pesar de todo esto, nadie consideraba que valía la pena, si quiera, darle una oportunidad de trabajo.


Su decepción era inmensa, sentía que no valía para nada –o por lo menos para nada que la gente supiese apreciar-. A pesar de saber hacer muchas cosas bien, ninguna le servía para sobrevivir en un mundo que lo hacía sentir prescindible. “Tanta gente buena para nada con buenos puestos de trabajo y yo, que sé hacer mil cosas y me estoy muriendo de hambre; no es justo”, pensaba.

Un día, tras salir por la puerta trasera de un restaurante donde lo acababan de rechazar como camarero, la desesperación se apoderó de él: calló de rodillas al suelo y rompió a llorar en medio de aquel callejón lúgubre. Su cuerpo, poco a poco, se fue desmontando: sus manos empezaron a desparramarse por el suelo en forma de pequeñas piezas cuadriculadas; luego fueron sus pies; sus piernas y brazos, de forma simultánea; su pelo y la parte trasera de su cabeza; el tronco fue lo que más demoró en deshacerse -aunque no demasiado, recordemos que era muy delgado-; Al final sólo quedaba su cara, húmeda por las lágrimas. Esta tampoco tardó en desaparecer, pasando a formar parte de ese montón de piezas de rompe cabezas olvidadas que yacían inertes en medio de aquel callejón. 

[Llamas a mí]

"Quemar es humano; quemar en grande es delito"

-Leunam Ollitrop



No sé vosotros, pero a mí siempre me ha gustado quemar cosas. Gastarme una caja entera de fósforos encendiendo uno tras otro y deleitarme observando cómo se consumen; tirar soldaditos de plástico a la barbacoa y ver como las llamas hacen que se funda poco a poco (que no me escuche Buzz jijiji); quemar trocitos de papel y paja porque sí gastando un mechero entero en una tarde, yo que sé. Siempre que tengo oportunidad de quemar algo (sin causar un incendio, claro), lo hago, y disfruto.

(Bonita llama eh...pilláis el chiste, ¿no?)

Y creo que es una cosa que nos pasa a todos, aunque siempre hay excepciones claro: todas las madres del mundo. Para mi madre encender la hornilla de casa para, yo que sé, poner a hervir agua para hacerme unos espaguetis, es un acto de vida o muerte: cuando ve que tardo más de lo normal en encender la hornilla con el mechero (sí, tengo que darle al gas y luego acercar un mechero para que se encienda, soy pobre), monta un drama digno de una película del propio Nick Cassavetes. Supongo que por su cabeza pasa la imagen de mi cuerpo explotando en mil pedazos los cuales, al mismo tiempo, son consumidos por un fuego feroz.

Ahora, no penséis que soy un p*** pirómano, no; esos están locos y queman bosques. Si yo llego alguna vez en mi vida a quemar un bosque es pura coincidencia… Y es que creo que fui educado en una cultura que rinde, constantemente, homenaje al fuego: soy sudamericano (sudaca para los amigos). En mi país todo, absolutamente todo, se pasa por la barbacoa, cualquier alimento es válido: carne de ternera, pollo, pescado, cerdo; también verdura como tomates, patatas o pimientos (rojos o verdes, no somos racistas); incluso se fríe encima de las brasas. Si joder, lo he visto con mis propios ojos (quienes me conocéis sabéis que no son precisamente pequeños, por lo que no dudareis de la veracidad de mis palabras).

Y es que una barbacoa, para un panchito como yo, es el alimento adecuado en cualquier situación, ya sea una boda, un bautizo o una comunión. Por descontado para celebrar la navidad, el fin de año y el día de san Guatacaleico Tumbado (no olvidemos cada sábado y domingo, también son buenos días). Y supongo que todos pensareis que una barbacoa sólo se puede hacer en una barbacoa, con su parrilla y tal… pues no, nosotros utilizamos cualquier cosa: desde medio barril metálico mal cortado hasta una carretilla (esta última es bastante popular).

Pero, aún así, creo que la atracción por el fuego es algo universal: nos encanta y asusta a partes iguales. Por lo que espero que compartáis mi posición al respecto, sobre todo, porque si me quedo solo y soy el único que lo ve así, tendré que plantearme ciertas cosas… ¡Y os quemaré a todos! Jajaja era broma… Bueno, sólo deciros que si alguien relacionado con la ley está leyendo esto que sepa que todo lo que aquí explico es ficción, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

[Infierno]




No hay casi nada tan divertido como pasarte el día discutiendo con la persona con la que convives. Tienes que verla muchas horas al día, ponerte de acuerdo con ella para la limpieza del piso, para comprar la comida, cocinar, incluso la película que veréis el viernes por la noche. Y si a todo esto le añadimos el hecho de no coincidir con el otro en casi nada, el resultado es un agradable coctel infernal.

F vivía con W (o W vivía con F, como más os guste) siempre coincidían todas las horas que estuviesen en casa: si uno estaba de tres de la tarde a ocho de la noche, el otro también. Si uno no trabajaba en el turno de mañana, el otro tampoco. Si uno se quedaba dormido y llegaba tarde a trabajar, a el otro le pasaba exactamente lo mismo; no tenían un solo segundo de intimidad. El problema es que era una convivencia de todo, menos feliz.

-F, ¿dónde está el mando a distancia?

-No lo sé W, el último en utilizarlo fuiste tú, que estabas viendo esa serie “tan divertida” que pasan después de comer.

-F, ¿quieres dejar ya la ironía estúpida y ayudarme a buscar el mando?

-No.

-El mando es de los dos, si yo no lo encuentro, tú tampoco podrás ver más tarde esos documentales cutres que tanto te gusta: “El tigre que caza a un gorila pensando que era un ciervo” o “La apasionante anatomía del gusano onicóforo”.

-Te has quedado sin mi ayuda, te las apañas solito.

-Imbécil.

            Esta era una discusión media, un día medio en su convivencia. Aunque, a lo largo del día, la discusión fue a más; el mando no apareció en toda la tarde y F, al llegar la noche, estaba de muy mal humor:

-¿Has hecho ya la cena, W?

-No, hoy te toca a ti hacerla, ¿no lo recuerdas?

-W, joder, te toca a ti, yo la hice ayer.

-Ayer cenamos fuera.

-No pienso hacer la cena, F.  
       
-No eres normal, ¿de qué puto planeta vienes? Que sepas que haré sólo cena para mí, no pienso mover nunca más un solo dedo por ti.

-Eso no era lo acordado F.

-¡Lo acordado es que tú tenias que hacer hoy la cena!

-No me chilles, no pienso bajar a tu nivel, hoy no.

-¿Tú te estás escuchando? ¿Te has vuelto loco o qué?

-¿Sabes lo cansado que he llegado hoy de trabajar? Y sólo pido, después de comer, ver mi puta serie. Ya que no puedo tener un solo minuto de intimidad en esta casa, por lo menos agradecería un rato de desconexión; estirarme en el sofá y pensar que no existes mientras miro mi maldita serie.

-Yo no he perdido el mando a distancia; no es mi culpa que no lo encontrases. Además, yo tampoco he podido ver mis documentales. ¿Crees que me encanta tener que aguantarte cada segundo de mi vida?

-Podías haberme ayudado a buscarlo, además, no estoy tan seguro de que tú no tengas nada que ver con la desaparición del mando; serías capaz de sacrificar tus documentales sólo para verme sufrir y que tenga que tragarme tu presencia cada segundo de mi existencia.

-Te ha salido un pareo; la última frase. Poesía pura.

-¡Me tienes hasta los cojones! ¿Crees que es normal que me digas esto cuando estoy a punto del suicidio? ¿Entiendes que ya no te aguanto un segundo más a tú lado? ¡Eres una maldición, un cáncer!

-¡Eso era lo que me faltaba escuchar! ¿Tú eres el que está al borde del suicidio? ¡Y yo que! No eres nada fácil de aguantar, y por lo que veo, soy el único aquí que hace un esfuerzo por hacer la convivencia lo más amena posible, ¡tú sólo sabes quejarte!

-Ya esta, ¡esto se acabó!

            F fue hasta la cocina y cogió el cuchillo más grande que tenían.

-¡Te voy a matar!

-¿A sí? Pensaba que me ibas a cortar las puntas.

-¡Corre cabrón, que como te pille!

            F se vio interrumpido por unos fuertes golpes en la puerta: alguien llamaba. Dejó el cuchillo en la encimera; W ya no estaba a la vista; se habría escondido, era un cobarde, pensó. Se calmó lo más que pudo, pero volvieron a llamar a la puerta con más insistencia, por lo que fue rápidamente a ver quién era.

-¡Ah, hola T!-, era la vecina de enfrente.

-F, estás montando otra vez un escándalo; se te escucha por toda la escalera.

-Ya ya, lo siento T, es W, ya sabes cómo es, me desquicia; ya no aguanto más.

-F, vives solo. ¿Estamos otra vez igual? ¿Te has tomado hoy tu medicación?

-No… Lo siento.

[Madrugada]



Estaba viendo la televisión sentado en su caro sofá de cuero marrón; era un regalo de su madre. Esta lo había conseguido en una subasta y lo había comprado con el dinero que él mismo le había dado, por lo que lo consideraba un regalo bastante absurdo. De hecho, ni lo consideraba un regalo. En fin, era un sofá muy caro que había pertenecido a alguna celebridad ya fallecida. Aun así era muy incomodo, demasiado para la cantidad ingente de dinero que había costado. Demasiado rígido, presentaba una forma poco ergonómica; tenía el respaldo totalmente vertical, de manera que al poco tiempo de estar sentado provocaba dolores en la espalda. Tampoco podías estirarte, ya que los posabrazos tenían una forma extremadamente rara y quedaban demasiado adentrados, acortando las dimensiones de los asientos. Iba a tirarlo a la basura cuando tuviese ocasión, lo tenía claro.

  Cambiaba canal tras canal, descubriendo que no daban nada interesante, solo concursos absurdos, claramente amañados; anuncios de productos que parecían de broma: un rotulador que eliminaba las ralladuras de la carrocería del coche, un aparato para ponerse en forma sin levantarse del sofá; incluso un alargador de pene. No podía creer que hubiese gente que comprase esas cosas. Y compradores tenía que haber, ya que de alguna forma los distribuidores tenían que obtener beneficios para promocionar dichos productos por televisión, aunque fuera a esas horas de la noche.

Obviamente, a las dos de la mañana, también daban porno. Esas mini películas que proyectan en un pequeño cuadro en la esquina superior izquierda de la pantalla, mientras que en el resto te ofrecen la posibilidad de descargar a tu móvil el video que están emitiendo. También hay un pequeño chat, donde la gente puede enviar un mensaje con el móvil. Los únicos mensajes que había eran de particulares ofreciendo sexo a domicilio. ¿Cómo podía ser que una televisión de más de dos mil euros no pudiera ofrecerle nada mínimamente decente?

Era una televisión de sesenta y cinco pulgadas. Eso quería decir que le había salido a más de treinta euros la pulgada. Una buena inversión, pensó él por aquel entonces. Pero ahora solo le servía para ver basura. Basura de sesenta y cinco pulgadas. Eso sí, la pantalla quedaba preciosa en medio de aquel inmenso salón lleno de cosas caras y sofás incómodos. Y es que era tan amplio el salón que, por muchas cosas que pusiese, siempre parecía vacío. Su madre se cansaba de gastarse el dinero que este le daba en más y más regalos absurdos y caros que, por mucho que abultaban, no acababan de llenar el salón. Estaba casi vacío, en más de un sentido.

Fue bien entrada las tres de la mañana cuando por fin algo en la televisión llamó su atención: estaban dando un anuncio suyo. Lo había rodado hacía unos pocos meses; en este promocionaba una maquinilla de afeitar que vibraba y tenía unas hojillas más finas de lo normal. Se ve que afeitaba mejor; él no lo sabía, ni la había probado, ya que desde adolescente se afeitaba con navaja. Era una de las costumbres que había adquirido de su padre. De hecho, aun conservaba la navaja de este; se la dejó en herencia cuando aún no llegaba a la mayoría de edad. Hacía ya más de veinte años. Aún así, de todas sus posesiones, para él, ese era la más cara. No la había pagado con dinero, la había pagado con la vida de su padre.

Pero entonces, tras acabar el anuncio, empezó a sentirse incómodo. No podía explicarse el porqué; simplemente se sentía culpable por haber rodado ese anuncio. Recibió mucho dinero por simular que se afeitaba, ya que la cuchilla que utilizó ese día era de attrezzo; había ido al rodaje afeitado de casa. Simplemente le embadurnaron la cara con espuma de afeitar y le hicieron posar delante de las cámaras. Y ya está. Por esto había recibido la módica cifra de casi veinte mil euros (el diez por ciento se lo llevo su representante, como siempre). No era justo, pensó. Había sido remunerado por promocionar una cosa que ni siquiera sabía si funcionaba. No se merecía tanto dinero por hacer una payasada de ese calibre. Pero su fama le precedía; su cara bonita. Y mientras tanto estaba solo en el salón vacío lleno de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos.

Se levantó, por fin. Se dirigió a la cocina, esa hermosa cocina nueva, de última generación y sin apenas uso. No le gustaba cocinar, se le daba fatal, prefería encargar comida china, italiana, le era indiferente; cualquier cosa antes que cocinarse él. Por lo que abrió la nevera y extrajo de ella unas sobras de fideos de arroz, pollo y salsa thai del día anterior; le había entrado hambre. Y sed, tenía sed. Se dirigió al mini bar y saco una pequeña botella de Jack Daniels, de esas individuales que regalan como promoción. A él le habían enviado una caja como regalo por mencionar esa marca en una entrevista televisiva. Eso si le gustaba, el Jack Daniels, además lo relajaba, lo serenaba. Así que con los fideos y la bebida bien dispuestos en una bandeja, volvió al sofá, a plantarse delante de la televisión.

Mientras comía no pensaba, no podía. Y en momentos como ese, agradecía al cielo ese don. Pero los fideos rancios se acabaron; el alcohol también. Había saciado su hambre pero no su sed y lo único que tenia de beber eran ese montón de botellitas de alcohol y agua del grifo y nunca le había gustado el agua del grifo. Pensó que un trago más no le haría daño, tenía mucha sed y la cabeza no paraba de darle vueltas, le iría bien. No entendía porque ese anuncio le había afectado tanto; o quizás había sido el recordar a su padre. Cogió dos botellitas y se volvió a sentar en el sofá. Cada vez se sentía más incomodo.

¿Cuántos anuncios habría rodado a lo largo de su carrera profesional? Pensó. Más de veinte seguro. Y a medida que más rodaba más aumentaba su caché; marcas más prestigiosas se interesaban por sus servicios, por su cara, por su cuerpo, por su fama. Y en la mayoría de ocasiones no tenía ni idea del producto que anunciaba, simplemente se plantaba en el set de rodaje y prostituía su imagen, cogía el cheque (el cual compartía en un diez por ciento con su representante, no lo olvidemos) y volvía a casa. Y fue cuando le vino a la cabeza un anuncio en concreto: el de una crema cosmética que, supuestamente, rejuvenecía la piel. Lo eligieron a él para el anuncio porque, dada su juventud y belleza, no poseía aún arrugas de expresión. Pero era eso lo que lo había mantenido joven: su juventud y el poco trabajo manual que había tenido a lo largo de su vida; no una crema que pretendía hacer creer a la gente que por utilizarla acabarías con la piel tan tersa y firme como él. Con toda probabilidad, esa crema no servía para nada. En cualquier caso, recogió el cheque.

 Eran ya las cuatro y media de la mañana y él estaba dándole vueltas a un anuncio de un cosmético que había rodado unos años atrás. Ya llevaba tres pequeñas botellas de Jack Daniels en su interior. Llego al punto en el que empezó a pensar en las consecuencias que pudo haber tenido el hecho de fomentar que la gente consumiera ese producto. Era un cosmético, por lo que, con toda seguridad, habían utilizado animales para experimentar los efectos de ese producto y sus prototipos en su piel, en sus ojos, en su organismo. ¿Cuántos habrán sufrido graves irritaciones en o se habrán quedado ciegos gracias a esos experimentos? ¿Cuántos habrán muerto? No pudo evitarlo, se sentía culpable; sentía que había formado parte de ese acto perverso, cruel. Y es que, de hecho, había formado parte. Se levantó y cogió un par de botellitas más, las últimas, pensó.

Pasadas ya las cinco de la mañana se sentía peor que hacía un rato; no podía dormir pero si beber, se sentía sucio. Tenía ya cuatro botellitas de Jack dentro y una en la mano, en sus manos sucias. Pero la madrugada aún era muy basta, le quedaba un largo trecho hasta el amanecer.  ¿Con que más podía torturarse? Pensó; e inmediatamente le vino a la cabeza uno de los primeros anuncios que rodó: el de un deportivo. Dado que por aquella época estaba empezando apenas a ser famoso, no llegó a cobrar diez mil euros por el trabajo. Era un novato, tendría veinte pocos, pero tenía una cara muy atractiva; también tenía un buen cuerpo. La cuestión es que en el anuncio se destacaba la alta velocidad a la que podía viajar el vehículo, el cual podía superar los doscientos kilómetros hora. Y como no podía ser de otra forma, con cinco Jack Daniels dentro y a esas horas de la madrugada, empezó a darle vueltas y más vueltas a este asunto. Llegó a la conclusión de que había fomentado que adolescentes como él se comprasen ese coche, lo pusieran a doscientos y, probablemente, muchos se matasen en el trayecto. O matasen a alguien. Se sentía un asesino. Ahora se sentía más sucio que antes y tenía las manos vacías, sucias y vacías. Por lo que fue a ocuparlas con sus mejores amigas esa noche, dos pequeñas botellas de Jack Daniels. Así por lo menos estas taparían la mugre.

Al volver de la cocina noto que estaba mareado; por un momento perdió el equilibro, no veía con claridad y su mente no paraba de divagar por sus recuerdos más vergonzosos. Parece ser que las consecuencias de haber pasado la noche junto a sus amiguitas de cuarenta y tres grados le estaba pasando factura. Sentía vergüenza de lo que había hecho durante tantos años. Se sentía infeliz. Ese inmenso piso en el que vivía, en la zona más cara y exclusiva de la ciudad; ese descomunal salón vacío abarrotado de cosas caras, sofás incómodos y televisores aburridos. Nada de eso lo alegraba, al revés. Así que decidió salir a tomar un poco de aire al balcón. No salía nunca; no le gustaba pasar frío, y esa noche era fría; pero lo necesitaba. Se plantó delante de la barandilla apoyando los codos e inclinándose hacia adelante. Más que mirar la calle la imaginaba, ya que la niebla fruto de la contaminación la tapaba por completo. Tampoco veía ya demasiado bien, gracias a estado de embriaguez en el que se encontraba. Así que se limitó a observar las tímidas luces que emitían los coches al circular por ahí. Era una imagen demasiado triste. La adecuada para él en ese momento, pensó.

Sintió la necesidad de fumarse un cigarro, pero no tenía. Hacía ya dos años que había dejado de fumar. Desde que consiguió superar la última depresión que sufrió, la cual casi lo lleva a la muerte. Desde entonces sus pulmones la única porquería que aspiraban era el aire de esas calles. Pero necesitaba un cigarro y no tenía. Así que sus nerviosos labios acabaron siendo calmados por la boca de la botella que tenía en las manos, extrayendo de esta el último sorbo que podía proporcionarle. Luego tiró el cadáver de cristal a la calle, donde no pudo ver pero si oír como se hacía añicos contra el suelo. Y eso, sin saber porqué, le hizo esbozar una sonrisa. Pasadas las siete de la mañana había esbozado la primera sonrisa en muchos días.

No podía permitirse volver a caer en una depresión como la que tuvo años atrás, pensó. Lo había pasado demasiado mal como para poder soportarlo por segunda vez. Así que, sin la sonrisa que hacia un momento se había dibujado su cara y con un equilibrio que apenas lo mantenía en pié, decidió subirse y sentarse en la barandilla. Era la emoción fuerte que necesitaba. No había vértigo al que el alcohol no pudiera sobreponerse. Así que, allí sentado, cerró los ojos. Empezó a hacer memoria de todos los recuerdos que conservaba de cuando era un niño, cuando jugaba al escondite con sus amigos en el parque, cuando sacaba una buena nota en educación física, o matemáticas. Su padre siempre le decía que de mayor sería matemático, uno muy bueno e importante. Pero ahora solo hacia anuncios, por mucho dinero, eso sí. Recordó también el día que fueron toda la familia de vacaciones a la playa, fue la primera vez que vio el mar en persona y no en fotos. Recordó también el día que su padre le enseño a afeitarse, con navaja por supuesto; fue uno de los días más felices de su vida; el día que dejo atrás su niñez, lo recordaba bien, con claridad. De hecho, ahora solo le venían a la cabeza aquellos recuerdos más felices que había sido capaz de retener.

¿Qué pasaría entonces si decido tirarme al vacio? Pensó. Me iría de este mundo con la cabeza llena de aquellos recuerdos que a lo largo de mi vida me ha hecho más feliz. Me ahorraría pasar otra vez por la depresión que veo se avecina y todos los problemas que esto conlleva. Me sentiría menos sucio, purificado. No me sentiría, de hecho. Y en eso momento, era lo que más deseaba; no sentirme, no pensar. Lo tenía claro pues; su vida ya no valía nada. No en términos monetarios, ya que su caché, aunque menor que hacía unos años, seguía siendo alto, sino en términos existenciales. Sentía que había desperdiciado su vida prostituyéndose; había basado esta en la cantidad y no en la calidad, y ahora estaba cansado. No había nada más que decir, que pensar.

Pero entonces sus pensamientos, los que pretendía fuesen los últimos, se vieron interrumpidos por un irritante sonido; era el teléfono, estaba sonando. Esto, de alguna manera, lo devolvió a la realidad. Eran casi las ocho de la mañana y estaba sentado en la barandilla de su balcón. A una altura muy elevada. Rápidamente toda la sangre de su cuerpo bajo hasta las pierna e, instintivamente, regresó al suelo firme de su balcón. Se dirigió a contestar el teléfono sin pensárselo demasiado y, a duras penas, tras hacer un gran esfuerzo para no desplomarse en el suelo, pudo contestar a tiempo la llamada. Era su representante, la rata de su representante, pensó. De alguna manera, si él era una prostituta, su representante había sido todos esos años un proxeneta. Lo único que escuchó fue la voz de este dándole una serie de indicaciones, recordándole que a las diez de esa misma mañana tenía que ir a no sé qué dirección, a grabar un nuevo anuncio. Que cuando llegase al lugar le darían todas las indicaciones necesarias. Que no se preocupase. Colgó el teléfono.

Se quedó mirando durante un momento el teléfono que tenía en la mano, meditando lo que acababa de suceder. Lo primero que le pasó por la cabeza fue que tenía que darse una ducha, afeitarse y cambiarse de ropa. No podía permitirse ir así a trabajar; tenía que estar en buen estado delante de las cámaras y eso le iba a costar lo suyo. Y, pese a todo lo que acababa de pasarle, había podido aparcar en un rincón de su mente, momentáneamente, todos esos pensamientos que lo habían asechado en las últimas horas con una rapidez extraordinaria. Pero era como un cáncer, él lo sabía. Algún día volvería.

Todo esto lo pensaba mientras se dirigía al lavabo. Al entrar, lo primero que decidió hacer fue lavarse la cara; necesitaba un poco de agua fría que lo despejase. Y fue acercase al lavamanos cuando vio algo que le heló la sangre; algo que lo dejó parado; que le permitió ver las cosas, por fin, con claridad. Algo que, de golpe, le devolvió el sueño. En una esquina del lavamanos, al lado del jabón y de la espuma de afeitar, como colocada por el destino con la única misión de recordarle algo, estaba lo único que poseía que tenía un valor real para él, la navaja de afeitar de su padre. Así que decidió que ya no se ducharía, ni se afeitaría, ni se cambiaría la ropa, ni iría a ningún rodaje; se iría a dormir y, al despertar, lo primero que haría sería dejar alado del contenedor de la basura el caro e incómodo sofá de cuero marrón.


[La cosica más tierna]


Seré breve: no soy una persona de esas a las que les encantan los animales domésticos, que vivirían con cinco gatos, tres perros o diez loros. Pero Dios mío, acabo de ver, vislumbrar ¡gozar! Del animal más adorable del mundo; os dejaré aquí el video. Tras su visionado, me he pasado como tres cuartos de hora llorando; luego he sido la persona más feliz del mundo y he empezado a ver la vida de otra forma. Ahora soy más optimista, mejor persona. Hasta el punto de que, cuando este blog me haga infinitamente millonario (y famoso), donaré toda mi fortuna a la causa más humana y bien intencionada que encuentre. Todo gracias a este amiguillo (el cual me parece se llama Slow Loris). Espero os haga tan feliz y  os cambie la vida como lo ha hecho conmigo :’)

(Lo sé, hay un antes y un después :') )

[Voy a despejarme]


Es muy tarde y tengo un examen mañana (u hoy). No sé si os suele pasar, pero ahora mismo, y a pesar de haber estudiado relativamente bastante para el examen, apenas recuerdo, si quiera, lo que me entra. Y no estoy exagerando, joder; tengo un estado mental down-transitorio, en el cual paso de estar leyendo alguna definición interesantísima sobre “la autoría y la participación” a darme cuenta de la infinidad de detalles absurdos que hay a mi alrededor (cosa súper provechosa en el momento en que cada minuto de estudio es oro).


(Ahora está muy de moda este formato ¿no?)

Levanto la vista un momento para descansar. Me percato, al segundo, de lo bonito que es mi reloj de pulsera (está encima de la estantería que tengo delante del escritorio). Muy brillante, reluciente de hecho; libre de rasguños. Lástima que no me quede, tendré que llevarlo al relojero para que me amplíe la correa. Aunque la verdad es que es un reloj demasiado formal, no me pega en absoluto; demasiado serio.

Al mirar el objeto de al lado, diviso una pelota de beisbol que conseguí en un partido hace ya muchos años; diez creo. Esta bastante sucia; se nota el paso del tiempo por ella, y el poco cuidado que le he tenido. Aunque eso, en cierto modo, le da un toque clásico. No está mal. La verdad es que conozco poca gente que posea una pelota de beisbol original (cogida en un partido); sobretodo aquí en España.

Ahora creo conveniente reordenar mis DVD’s por director… no, mejor por género… ¿por año? Por el color del lomo (si es que se puede llamar lomo). Ahora tengo una especie de arcoíris imperfecto conformado por mi vasta colección de películas: mi futuro profesional está solucionado (No). Aquí he perdí muchisisisisísimos minutos vitales.

Decido que voy a entrar en Facebook un momento, para acabar de despejarme (con todo lo que he hecho antes se ve que no he tenido suficiente) y ponerme a estudiar nuevamente; no había tiempo que perder. Lástima que un amigo haya colgado un video aparentemente muy gracioso. Lo veo varias veces y me sigo descojonando. Al lado de este video hay varios enlaces que me llevan a otros video relacionados muy graciosos también; me tiró media hora mirando videos absurdos a la par que graciosos.

En uno de esos videos, una cosa pica mi curiosidad: el autor da un dato muy interesante. Como soy un hombre de ciencias que hace una carrera del social (un romántico vamos) decido buscar más información por la intelné (nótese mi acento, es gracioso porque se me da bastante fatal imitar acentos… diez minutos más perdidos en esta reflexión de mierda). Tras estar varios minutos informándome de ese dato altamente innecesario para el devenir de mi vida, me dispongo nuevamente a estudiar. Miro la hora: ya llego tarde al examen. He suspendido.

[No soy House]


En ocasiones, y sólo en ocasiones, las series/películas que veo, me influyen de una forma u otra (a veces de una forma un pelín exagerada). Algunos podréis decir “hey littledoor (como habitualmente me llama la gente por la calle), deja de firmar autógrafos y escúchame: si te pasa eso, es porque ciertos detalles de tu  forma de ser aun no se han conformado en su totalidad. Tienes que intentar tener más personalidad, ser tu mismo, no dejarte influir por…” cállate mamaverga. Joder, todos somos libres para soñar, aunque a veces se roce la obsesión (entonces la prisión preventiva y las ordenes de alejamiento nos cohíben esta libertad, pero bueno) y si esos sueños son, por ejemplo, ser tan inteligentes como Sheldon Cooper; tan perspicaces como Patrick Jane o Shawn Spencer; tan duros como John McClane; o tan rematadamente la hostia como Gregory House; tenemos derecho a querer realizarlos, ¿no?

Pues si pero no, por lo menos en mi caso. Cuando pretendo ser tan inteligente como Sheldon Cooper, dejo de esforzarme en el estudio, ya que creo que he desarrollado, de golpe, una especie de habilidad cognitiva que me permite adquirir conocimientos y comprenderlos en un periodo muy corto de tiempo (que estudio antes del examen vamos). El resultado, según mi experiencia, es que no soy el puto Sheldoon Cooper (y mi profe de mates piensa lo mismo). Si quiero ser tan perspicaz como Jane o Spencer creo, nuevamente, que de golpe he adquirido unas habilidades de observación y memoria visual fuera de lo común. Me da la sensación que soy capaz de recordar cada detalle de todo aquello que veo, con tanta facilidad, que casi no tengo ni que prestar atención; las imágenes se guardan en mi memoria como archivos en alta definición, con todo lujo de detalles. Pues esto es muy falso (falsísimo), hasta el punto que creo que tengo una especie de Alzheimer prematuro o algo por el estilo; pasados unos minutos no recuerdo nada de nada, tengo una memoria de mierda. Me dejo las llaves dentro de casa; intento memorizar un número de móvil y luego dudo hasta del primer dígito (habrá algún listo que pensará: ¡pero si siempre es seis! Pues sí, hazte una idea).



Y para resumir: tampoco soy, ni por asomo, una decima parte de lo duro que es John McClane, si me hago una pequeña quemadura con el horno me paso diez minutos con el dedo en agua fría al borde del llanto, como todo un valiente. De House ni hablo: es ver un capítulo y me creo médico. Eso sí, dada mi hipocondría, veo cáncer por todas partes. Así que para no sentirme (y quedar) como una especie de fracasado (o iluso gafe), simplemente diré que algo si se me da bien: ser malo haciendo lo que no se me da bien. Pedazo de reflexión eh. Perdón por los derrames cerebrales. Ahí lo dejo.