[Contemplación]

Es posible encontrar la belleza en los detalles más nimios que la vida, el mundo, el universo, nuestro pensamiento nos puede ofrecer. Una simple simetría o asimetría, una textura, un orden o un desorden, la fluidez de un acontecimiento, la armonía, la vida o la muerte, en todos sus niveles. Simplemente tenemos que aprender a ver las cosas bellas, y esto es algo que no nos enseñan en la escuela.

Un cuerpo humano, a pesar de que permanezca inerte en el frío suelo, puede ser bello, o eso pensó él en ese momento. Acababa de dejarlo en ese estado, tras arrancarle aquello que lo mantenía erguido y vivo. Había sido el artífice de aquella obra que, a primera vista, resultaba macabra pero, desde sus ojos, cada segundo que pasaba adquiría una forma más parecida a una obra de arte, hermosa.


Veía como la sangre aún brotaba de la cabeza, de un rojo intenso y brillante. “Este es el color rojo que cualquier pintor de la historia hubiera gustado utilizar en sus obras, es un color perfecto, macabramente perfecto” pensó. Y ese mismo rojo, poco a poco iba rodeando y enmarcando la figura inmóvil, contrariamente a lo que pudiese parecer, la iba dotando de vida. Ahora que todo ese fluido se escapaba de su recipiente, el cuerpo estaba más vivo que nunca, pero de una forma que solo es comprensible desde la belleza que se desprendía de ese acontecimiento.

Otra cosa que llamo su atención fue su mirada. Esta, a pesar de estar clavada en un punto fijo, y al mismo tiempo indefinido, de la habitación, reflejaba paz. Esas esferas relucientes, perfectas, que combinaban de forma ideal el blanco, el marrón y el negro en sus tonalidades más intensas, transmitían una sensación de tranquilidad. “La mirada de la muerte es tranquila, serena” pensó. La reconciliación con la paz que se dibujaba en esos ojos era, si no más, igual de hermosa que las otras partes de aquella obra.


Él se deleitaba con del crimen que acababa de cometer, porque ahora, contra todo pronóstico, lo veía así, bello. Incluso la forma en la que yacía el cuerpo, aún con el revólver humeante en la mano agarrotada, no había tenido posibilidades de defenderse. Las uñas recién cortadas, el arma reluciente como un espejo, y ese específico olor a pólvora quemada. Él estaba realmente orgulloso, porque esa obra de arte había salido de su ser. Se había convertido en un artista.

Y  tras hacer todas estas reflexiones, todas estas observaciones, tras darse cuenta de la capacidad que había adquirido para identificar y disfrutar de la belleza, pensó si todo aquello había valido la pena. Haberle arrancado la vida a ese ser lo había liberado de una carga insoportable de llevar, y ahora que era libre, era feliz. Pero era una felicidad agridulce, ya que la contrapartida era que solo podría disfrutar de esa belleza concreta, porque sus actos, como castigo, no le permitirían conocer otras bellezas diferentes. Él se había decantado por un placer inmediato, sin pensar en que podían existir otros caminos que, a largo plazo, le habrían aportado mayor felicidad.

Era irónico que ahora, después de haberse quitado la vida, tras haber observado durante largo rato su propio cuerpo tendido en el suelo de su habitación, haya aprendido, por fin, a ver y disfrutar de la belleza de los pequeños y significantes detalles. Aunque quizás, fuese demasiado tarde.