[Dr. Tangalanga]

Julio Victorio de Rissio cumple este diez de noviembre nada más y nada menos que noventa y siete años. Muchos os preguntaréis, “bueno, ¿y este señor quién carajo es?”. Pues se trata del entrañable y cabrón Doctor Tangalanga, el mejor bromista telefónico de la historia.

Muy probablemente, si sois nacidos aquí en España, no tengáis no idea de quién es este señor. Por el contrario, aquellos nacidos y criados en Argentina saben que estoy hablando de uno de los abuelos más graciosos y con menos escrúpulos que han existido nunca. El puto amo de los yayos, para entendernos mejor.

El Doctor Tangalanga, a pesar de no ser demasiado conocido en la península ibérica, tiene una larga trayectoria en el mundo del humor. Ya desde los años ochenta era el causante de muchos dolores de cabeza a gente anónima, a la cual llamaba por teléfono explicándoles mil y una historias, a cada cual más surrealista, cuyo único fin era el de sacar de sus casillas y “putear” a estos pobres individuos. Pero lo hacía (y sigue haciendo) con una gracia y una perspicacia digna de admiración.

La mayoría de sus llamadas acaban entre insultos y gritos (básicamente por parte de la víctima), cosa que contrasta con la serenidad que suele mantener el Doctor, el cual, casi en ningún momento, pierde los nervios (hay que ser bien cabrón eh, jijiji). Ya puede llamar a un centro deportivo para comunicarle al dueño que ha recibido quejas de su “sobrino” de que el profesor de judo intento toquetearlo; llamar a un cantante de ópera, hacerlo cantar por teléfono y luego decirle que canta “como la mierda”; y mil historias de este estilo.

Y por si os preguntáis si al final de cada broma dice que se trata de eso, de una broma: NO, en absoluto. Su hijoputez no tiene límites y nunca devela a la víctima que se trata de un viejo muy viejo que lo está vacilando.

Yo soy español y descubrí al Doctor gracias a una amiga que lo encontró por casualidad navegando por internet y quedó sorprendida (a la vez que maravillada), por el ingenio y la cara dura de este señor. Desde entonces, cuando tengo un rato libre, me pongo de fondo, como si de una canción ambiental se tratase, una de las miles de llamadas del Doctor que puedes encontrar en internet. Ahora yo os lo presento a vosotros (de nada).


Aquí os dejo una pequeña selección de las que, para mí, son unas de sus mejores obras:


Empezamos fuerte:

Sin palabras:


Para acabar, un poco de ópera:


[Efusividad]

Hoy he salvado la vida de milagro. Me encontraba en el súper comprando unas galletitas y un preparado de pastelitos con virutas de chocolate cuando fui víctima de un ataque grotesco.

Todo empezó cuando me dirigía al pasillo de los dulces cuando, al girar en uno de los escaparates, me encontré de frente con un antiguo compañero del instituto. Nuestras miradas se cruzaron y ambos sonreímos a la par que nos llamábamos por nuestros nombres con ese tono típico de cuando te encuentras con una persona que hacía mucho que no veías: “¡Hey Luís, cuanto tiempo!”, y nos acercamos el uno al otro para estrechar nuestras manos; y he aquí el punto de inflexión: el quería abrazarme.

Apenas nos separaban un par de metros, yo me aproximaba y el también. El encuentro era cuestión de segundos. Yo desenfundé mi mano y la dispuse para estrechar firmemente la suya; ya no había vuelta atrás. Y ese es el problema de llegar a un punto de no-retorno: él ya había decidido rodearme con sus brazos.

El primer impacto fue el peor: mi mano se estrelló contra su abdomen, plegándose sobre si misma. En ese momento se me fracturaron las falanges de casi todos los dedos. Lo único que pude hacer fue gritar. Gritar mientras las lágrimas saltaban de mis ojos.

Mi instinto de supervivencia me incito a la retirada; intenté recular sin éxito, ya que sus brazos me apresaban como si de una camisa de fuerza se tratase. Su entusiasmo por verme era incontrolable. Y yo me encontraba ahí en medio, como un amasijo de carne y hueso, amasado por la imparable fuerza de la efusividad.

A partir de ahí, sólo recuerdo despertarme en la cama del hospital, tendido entre sábanas blancas, con una vía en el brazo, y el cuerpo prácticamente envuelto en escayola. Ahora apenas puedo mover la boca para narrar estos terribles acontecimientos mientras miro a la puerta: alguien está llamando.

Invito a pasar, debe de ser alguien que viene a visitarme; efectivamente, es Luís.


Manolo, 1985-2013 (Muy, MUY querido por los suyos)

[No es país para Flyers]

En la vida hay muchas cosas buenas, no lo voy a negar. Pero hay otras que te hacen sentir tan mal y tan vacío, que no sabes hasta que punto la balanza está equilibrada en cal y arena (por cierto, nunca he sabido si la buena es la cal o la arena y cual es la mala y que carajo). Pero la que para mi es la peor sensación, es la de soledad. No confundir soledad con tranquilidad; amo la tranquilidad. Me refiero a la soledad de ser invisible para el mundo. De caminar por las calles de la vida errante, como un espectro.

Muchos pensareis: “¿pero qué mierda haces escribiendo esta reflexión tan seria en un blog de humor?”. Amigos, la respuesta está en vuestro interior…jijiji es broma, ni que fuese un estudiante de primero de filosofía y creyera que tengo al mundo cogido por los huevos :P.

Pero en lo que creo que todos estaréis de acuerdo conmigo es en que no hay mayor sensación de soledad y vacío que la que produce pasar por al lado de un repartidor de flyers y que este repartiendo a todo Dios pero, al llegar tu turno de recibir ese papelito manoseado, pase de tu puta cara. ¿Qué mierdas te he hecho yo a ti, repartidor verdugo de mi alma?

No había motivo aparente: delante de mi había un chico con un perfil muy similar al mío y este recibió sin vacilar su flyer…¿por qué yo no? Es de esas cosas que te tomas de una forma muy, muy personal. Lo peor es que, con casi total seguridad, apenas te mirarás el flyer y, simplemente, te limites a hacer una bola con el y pruebes tu puntería con la papelera más cercana que encuentres. Pero es el hecho lo que duele, el que no te hayan tenido en cuenta. Es dramático (a la par que absurdo).


En ocasiones, la vida te castiga por donde menos te lo esperas.