Esta
mañana estuve a punto de perder la vida mientas desayunaba con un amigo en una
pequeña cafetería de mi barrio. Aunque ya había pasado por situaciones
similares en anteriores ocasiones, nunca había llegado hasta este punto tan
límite. Esta ha sido, con total seguridad, la peor experiencia de mi vida: casi
exploto al intentar aguantarme un pedo.
Joder,
¿Sabéis esos gases (pedetes) que os vienen de golpe en el momento menos
indicado y que tenéis que aguantarlos como sea por el bien de los individuos
situados a cien metros a la redonda? Pues esta mañana me encontré con uno
bastante cabrón que quería ser libre a toda costa.
Todos
hemos pasado (o eso espero) por esos momentos de angustia en los cuales estamos
sentados cuando el pequeño metanoso toca a las puertas de nuestra alma y
tenemos que apretar las nalgas como si no hubiera mañana, contorsionar nuestra
cintura moviéndola en todas direcciones, apoyar fuertemente los pies contra el
suelo y dedicar el 110% de nuestra concentración a intentar llevar a cabo de
forma satisfactoria ese acto silenciosamente heroico.
Pero
lo de hoy fue indescriptible. Pensé que perdería las piernas para siempre. Veía
a mi novia llorando en el lecho de mi cama mientras yo, maltrecho, acariciaba
su mano intentando consolarla diciéndole que fue un sacrificio necesario. Que
muchas personas podrían seguir disfrutando de una vida plena gracias a que yo
había resistido como un valiente las fuertes envestidas de un maldito gas
natural.
Pero,
por suerte, no llegué hasta ese extremo. Aguanté mejor de lo que me podía
esperar, sobreviviendo sin sufrir prácticamente ningún daño más allá de las
secuelas psicológicas que puedan quedarme. No como a un amigo de mi infancia,
el cual no tuvo tanta suerte y, el año pasado, en una situación muy similar, no
pudo soportar (literalmente) la presión y acabo perdiendo una nalga.
Así
que esta entrada va por él y por todas las personas que, en silencio, nos
jugamos la vida para hacer del mundo un lugar más agradable y habitable; un
mundo mejor.
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