Hoy
he salvado la vida de milagro. Me encontraba en el súper comprando unas
galletitas y un preparado de pastelitos con virutas de chocolate cuando fui
víctima de un ataque grotesco.
Todo
empezó cuando me dirigía al pasillo de los dulces cuando, al girar en uno de
los escaparates, me encontré de frente con un antiguo compañero del instituto.
Nuestras miradas se cruzaron y ambos sonreímos a la par que nos llamábamos por
nuestros nombres con ese tono típico de cuando te encuentras con una persona
que hacía mucho que no veías: “¡Hey Luís, cuanto tiempo!”, y nos acercamos el
uno al otro para estrechar nuestras manos; y he aquí el punto de inflexión: el
quería abrazarme.
Apenas
nos separaban un par de metros, yo me aproximaba y el también. El encuentro era
cuestión de segundos. Yo desenfundé mi mano y la dispuse para estrechar
firmemente la suya; ya no había vuelta atrás. Y ese es el problema de llegar a
un punto de no-retorno: él ya había decidido rodearme con sus brazos.
El
primer impacto fue el peor: mi mano se estrelló contra su abdomen, plegándose
sobre si misma. En ese momento se me fracturaron las falanges de casi todos los
dedos. Lo único que pude hacer fue gritar. Gritar mientras las lágrimas
saltaban de mis ojos.
Mi
instinto de supervivencia me incito a la retirada; intenté recular sin éxito,
ya que sus brazos me apresaban como si de una camisa de fuerza se tratase. Su
entusiasmo por verme era incontrolable. Y yo me encontraba ahí en medio, como
un amasijo de carne y hueso, amasado por la imparable fuerza de la
efusividad.
A
partir de ahí, sólo recuerdo despertarme en la cama del hospital, tendido entre
sábanas blancas, con una vía en el brazo, y el cuerpo prácticamente envuelto en
escayola. Ahora apenas puedo mover la boca para narrar estos terribles
acontecimientos mientras miro a la puerta: alguien está llamando.
Invito
a pasar, debe de ser alguien que viene a visitarme; efectivamente, es Luís.
Manolo, 1985-2013 (Muy, MUY querido por los
suyos)
No hay comentarios:
Publicar un comentario